miércoles, 24 de diciembre de 2014

El caso del homosexual por prudencia #historiaspoliciales


       El mundo del grooming es complejo y cruel. Algunas de las condenas más graves que hemos conseguido, de casi 200 años, pertenecen a ese tipo de delincuentes que casi nunca han llegado a tocar a su víctima de forma física, sin que eso sea obstáculo para arruinar la vida de cientos de chavales de ambos sexos.
         El caso de hoy es un tanto especial, aunque no el único, porque el autor era también menor de edad y engañaba a chavales no solo de su ciudad, sino de su propio colegio para que quedasen con él. Seguía un plan muy típico (y es que estos criminales no son nada originales): se hacía pasar por una moza de buen ver para convencer a su víctima para que quedase con él y entonces se revelaba la verdad. Lo normal en estos tipos es que recurran al chantaje remoto (“mándame más fotos”), pero éste llegaba un paso más allá. Además, era un experto en engañar… a todo el mundo, con apenas dieciséis años.
         El servicio para atraparlo empezó de la manera habitual: controlábamos el apartamento en el que residía junto a sus padres y detectamos que se abría la puerta a la hora cercana a la que debía irse al colegio… aunque no llegó a la calle. Los minutos pasaron y observamos como el resto de su familia iba abandonando el edificio, uno a uno. Solo podía quedar él. Un poco asustados, decidimos comprobar si había alguien en el interior. Nos dimos la sorpresa de que nadie contestaba: estaba vacío.
         —¿Por dónde ha pasado? —preguntó, algo ofendida, la directora del dispositivo—. ¡Estáis controlando todos los posibles caminos!
         —Por aquí, no, jefa —contestamos uno tras otro todos los puestos de espera, mientras nos mirábamos asombrados.
         El misterio se solucionó un poco más tarde, cuando un miembro del operativo, haciendo una batida por el garaje (a la desesperada…) se lo encontró saliendo del trastero, de vuelta a su casa.
La joyita de jovencito cada día hacía lo mismo: salía antes, se escondía en los sótanos y, cuando el piso estaba vacío, volvía a seguir disfrutando del ordenador a espaldas de sus progenitores que, para mayor escarnio, eran profesionales de la educación.
Encontramos imágenes que le mostraban teniendo relaciones sexuales con otros chicos de su entorno, que tuvimos que identificar y oír en declaración, sobre todo porque no parecían demasiado forzadas.
         —Vamos a ver —preguntábamos por enésima vez a una de las víctimas— ¿tú quedabas con él sabiendo que era un chico?
         La historia era tan estrambótica que nos costaba creerla.
         —No, al principio no. La sorpresa era cuando en vez de la guapa rubia de ojos azules estaba él, que lo conocía del Instituto…
         —¿Por qué no te ibas en ese momento?
         —Porque me enseñaba las conversaciones comprometidas que habíamos tenido y amenazaba con contárselas a todos si no tenía sexo con él…
         —¿Y es más grave el qué dirán que acostarte con alguien que te obliga a ello?
         —Miren… si éste, que es maricón reconocido, dice que yo también lo soy… se acabó: ninguna chica se me iba a acercar nunca más. Por eso accedía.
         —Es decir, que prefieres hacer actos homosexuales a que te llamen homosexual, ¿no?
         —Pueden ustedes decirlo así.
         Tuvimos que hacer una reunión para asegurarnos de que lo habíamos entendido. Como todos habíamos llegado a la misma conclusión, la arriba explicada. Pensamos que la víctima no regía muy bien… hasta que todos los demás chicos, incluyendo los que tenían novia, declararon exactamente lo mismo.

         Por si aquello no fue lo suficientemente raro, al más veterano del dispositivo le dio por usar el nombre en latín de la ciudad cada vez que llamamos al Colegio de Abogados y todavía no sabemos por qué… Al menos fue un desahogo jocoso a una situación tan tensa como inexplicable aunque ahora, unos cuantos años después, nos arranque una sonrisa lo surrealista de lo que pasó aquel día.

domingo, 7 de diciembre de 2014

A veces se trabaja con auténtica mierda #Historiaspoliciales

         Ya disculparéis que me ponga tan escatológico con el título, pero es que la ocasión lo requiere.
         Llevaba tan solo un par de años trabajando en la BIT cuando llegó un "envío especial". Algún iluminado, quizá no muy versado en los insondables misterios de la informática, había decidido imprimir y pegar en un álbum de fotos una notable cantidad de imágenes de abusos a menores que había descargado de Internet. Se ve que su obra no le había acabado de satisfacer (o bien le entró miedo al saber que era un delito, por más que le gustasen) y decidió deshacerse de él.
         Me lo imagino en casa, en gesto pensativo, golpeando con la yema de los dedos su incómoda colección y decidiendo que tirarlo, sin más, a la basura, podría causarle algún problema extra. Después se le debió ocurrir romperlo a trocitos. De esa forma se podría librar con mayor facilidad... a menos que diera con un basurero apasionado de los puzzles. Además, las hojas de un cuaderno para fotografía son duras de verdad. Necesitaría por lo menos unas tijeras de podar. Demasiado esfuerzo y el resultado no estaba asegurado. ¡Había que pensar algo más!
         Al fin, se le encendió la lucecita. ¿Y si lo tiraba a la balsa de purines del pueblo? ¡Nadie en su sano juicio iba a revolver en mierda fermentada de gorrino! Así que, satisfecho con su brillante idea, realizó el paseo, el afortunado lanzamiento (ptchof) y volvió a hundirse en el anonimato del que jamás saldría. Y ya, ¿no?
         Pues no, claro. Algunos días después, unos empleados de la granja porcina viejo que algo blanco flotaba entre las deyecciones. A medias preocupados por la improbable posibilidad de que alguien hubiera caído y muy intrigados en general, decidieron utilizar los ganchos con mango largo que se tienen para esos propósitos. No quiero saber cómo hicieron para hojearlo, descubrir lo que era y, asustados, empaquetarlo bien empaquetadito y remitirlo a la Brigada.
         Unos días después, el bulto estaba delante de mi mesa, ya despidiendo un cierto tufillo a pesar de las capas de aislante.
         —¿Qué es esto? —le pregunté a mi jefe.
         —Lo han mandado de una granja de cerdos.
         —Me da que embutidos no es...
         —Dicen que es pornografía infantil que han encontrado impresa. Échale un ojo por si fuera de producción.
         Así que, tijeras y cúter en mano me puse a abrir el regalo... hasta que la perfumada realidad se abrió paso.
         —Jefe, que esto es mierda...
         —Sí, nuestro trabajo suele serlo... ¡por Dios! ¿A qué huele?
         —Pues eso, que es mierda, literal. De cerdo. Y fermentada. Las imágenes no las he repasado en profundidad —y con guantes de látex—, pero las que he visto son descargadas. Nada nuevo.
         —¡Saca esto de aquí, que contaminas el edificio entero!
         —¿A dónde?
         Nos miramos los dos. Nos miramos, de hecho, toda la sección.
         —¿A la basura? —propuso una.
         —Claro, para que la vea alguien y lo vuelva a mandar aquí —respondió otro.
         —Pues la destructora de documentos queda descartada. O eso, o la tiramos después —añadió un tercero.
         Solo había una forma útil de acabar con ello y me llevaba rondando la cabeza un ratito:
         —¿Y si la quemamos? ¡De las cenizas no se recupera nada!
         Un murmullo de asentimiento general y luego la pregunta inevitable:
         —¿Dónde?
         —Dentro del edificio descartado. Además —miramos el paquete con disgusto—, habrá que hacerlo rápido.
         —¿Dónde hay un bidón metálico cuando se le necesita? —se quejó un compañero.
         —A grandes males, grandes remedios —continué—. La entrada al edificio es de cemento. Lo hacemos en el suelo y luego barremos los restos. Asunto solucionado.
         —Vale, pero te encargas tú —me ordenó en inspector.
         —¡Sin problema!
         Así que para allí fui, con algunas tiras de papel de la picadora de papel y un mechero... Mi primer miedo fue que no prendiera, pero mi experiencia rural y de campamentos me había enseñado lo suficiente: si algo ha de quemarse, lo haría... Y así fue, con una pequeña pega: lo hacía muy despacio. Cada persona que entraba o salía se me quedaba mirando. Algunos alucinaban más, otros menos.
         —¡Que no te vean las de la limpieza! —me advirtió un subinspector con barbas que yo no conocía.
         —Existen destructoras de documentos —le comentó a su acompañante un señor que bigote con cara de mandamás, con toda la intención de que yo lo oyese.
         Pensé contestarle algo, aunque finalmente se impuso la prudencia.
         El tiempo pasaba y aquello no avanzaba. Después de media hora salió otro policía de la brigada a interesarse.
         —Aquí seguimos —le comenté—. Se va quemando, pero va para largo.
         Suspiró y se marchó hacia el contenedor de basura más cercano. Ahí encontró un palo largo y resistente y volvió resuelto. Separó las enmerdadas hojas y, con el aporte extra de oxígeno al interior, en menos de cinco minutos todo había acabado. Luego, con escoba, badil y una bolsa de plástico intentamos dejarlo lo más decente posible...
         Si bien las limpiadoras nunca nos abroncaron, aún hoy, si te fijas, a la derecha de la puerta del edificio en que estábamos, se ve un cerco en el suelo algo más ennegrecido.

         Conseguimos solucionar un problema inminente y acuciante (hasta de salud pública, si me apuras) con nuestros propios recursos y de forma eficaz. Eso también es parte del trabajo, de ser policía.

martes, 25 de noviembre de 2014

Otra de madres #historiaspoliciales

         De manera excepcional hoy voy a contar una historia en la que no estuve presente. Era una investigación mía y tendría que haber estado en ella, pero los avatares del destino (y la cantidad de trabajo) quiso que fuera el que entonces era mi jefe quien tuvo que acudir a la fase ejecutiva, acompañado de varios miembros de la Brigada de Policía Judicial de la provincia en la que ocurrió.
         Fue una operación muy bonita, una de las primeras (han pasado casi diez años) en que actuamos como una suerte de "agente encubierto", metiéndonos en ciertos sitios (hoy casi desaparecidos) donde los pedófilos intercambiaban su material con impunidad. El tipo del que os quiero hablar hoy nos envió varios archivos de indubitada pornografía infantil. La investigación lo centró en un pueblo muy pequeñito del interior y para allá fueron los responsables del dispositivo.
         Llegaron con las primeras luces del alba y la aldea estaba vacía. Solo la trémula luz de las farolas y algún gato temeroso rompía la quietud de una localidad que parecía detenida en el tiempo. Nadie salió a preguntar qué hacíamos allí cuando los agentes llamaron a la puerta. Abrió una mujer muy mayor, encorvada y llena de arrugas. Era la madre del sospechoso, que pasaba de los cuarenta y no se le conocía pareja estable. Ambos vivían juntos, algo muy típico en los consumidores de imágenes sexuales sobre menores.
         Dos compañeros entretuvieron a la anciana para que no supiera la verdadera naturaleza de nuestra presencia allí, mientras los demás, junto con el secretario judicial, realizaban la diligencia. El investigado reconoció los hechos y se ofreció a colaborar del todo siempre que su progenitora se quedase al margen. Temía que del disgusto pudiera quedarse en el sitio. A nosotros nos pareció un trato justo. Pero, como ya hemos dicho en tantas ocasiones, una madre es una madre y es difícil de engañar.
         Acabaron la inspección y se llevaron los discos duros y otros soportes que contenían los archivos ilegales.
         —Solo les pido un favor más —les rogó, antes de salir—. Este es un pueblo muy pequeño y si se enteran de que me llevan detenido, más aún el motivo, no podré volver jamás. Ya saben que yo nunca he tocado a un niño, ya es bastante cruz. Y no les digo nada mi madre...
         De nuevo se le concedió el deseo. Como ya he contado en el pasado, no es nuestra labor humillar a nadie, sino tratarle como menos perjudique a sus intereses. Sí, aunque sea un pedófilo. O lo que sea.
         Así pues, la comitiva estaba dispuesta a marcharse en los dos coches que habían traído cuando, de repente, se abre el balcón principal de la casita en la que vivían, situada en el mismo centro del pueblo, y sale la anciana mujer, chillando como un gorrino y agitando las manos en alto.
         —¡Vecinos! ¡Vecinos! ¡Mi hijo!
         Ante los gritos, las luces de otras casas se empiezan a encender y algunas persianas se levantan con timidez. Un tractor que pasaba frena en seco al ver a una convecina en apuros.
         —¡Mi hijo! ¡Que se lo llevan! ¡Que se lo lleva la Policía!
         Algunas caras empiezan a mirarnos con ojos torvos. Supongo que alguno estaría preparando la hoz y la antorcha, como en Los Simpsons. Claro que la actitud cambió radicalmente ante las siguientes palabras de la provecta dama:
         —¡Se lo llevan por lo de los niños! ¡Porque le gustan los niños!
         —¡Hostia! —exclamó el conductor de uno de los coches.
         —¡Dale, dale! —le apremió mi jefe—. ¡Sal de aquí que nos lo linchan!
         Las miradas torvas cambiaron rápidamente de la Policía al detenido. El peligro era bastante mayor, porque ese tipo de delincuentes están bastante mal mirados en todas partes, así que se apresuraron en coger carretera de vuelta a la capital de la provincia.
         —¿Creen ustedes que iré a la cárcel?
         —Eso depende de muchas cosas —le intentó explicar el inspector—. El procedimiento es complejo y...
         —Es quiero ir a la cárcel. Así estudiaré una carrera y por fin seré alguien de provecho, como quiere mi madre.
         Se quedaron sin palabras, claro... Le costó un rato poder decirle:
         —Eso háblalo con tu abogado, anda. Seguro que te sabe orientar.
         Ni que decir tiene que madre e hijo se tuvieron que mudar a otro pueblo a las pocas semanas.
         Y, por cierto, el individuo acabó condenado pero no entró en prisión. En el juicio fue la primera vez que le vi la cara y no creo que sea del tipo que reincide.

         A veces uno se queda con sensación agridulce... que no todos los malos son tan malos. Puede que tan solo estén equivocados.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Estereotipos internacionales de un policía viajero.

         En estos momentos escribo desde La Haya. Me encuentro realizando un trabajo en EUROPOL que me tiene aquí dos semanas. Formo parte de un equipo internacional con gente de varios países del mundo. Trabajamos hasta tarde todos los días y no me queda mucho tiempo para escribir. Hoy he sacado un ratito para contaros algo.
     Trabajar en la BIT implica, en la mayoría de los casos, mucho contacto internacional. En mi área, la lucha contra la explotación sexual de menores, el esfuerzo es conjunto y mundial: todos remamos en la misma dirección y con un éxito notable (aunque siempre hay lugar para la mejora). Escribir en inglés a diario, hablarlo a menudo y, de vez en cuando, un viaje a algún lugar como Alemania, Canadá, Francia, Holanda o Finlandia, por citar solo algunos de los que he recorrido por motivos profesionales. En ellos he estado con compañeros de todo el mundo y he aprendido mucho de sus formas y maneras.
         Salvo casos muy excepcionales (como dos tenientes coroneles, ambos mujer, de la Policía de la Moral iraní, que no se juntaban ni un poquito con los occidentales), hay un gran espíritu de simpatía en el que te das cuenta que las personas, después de todo, son bastante parecidas en todo el mundo, con aficiones, gustos y costumbres bastante intercambiables.
         De lo que me apetece hablar, no obstante, son los estereotipos (como todos, equivocados) que he encontrado juntándome aquí y allá. Como los “vikingos” (daneses, noruegos y suecos) que a cada ocasión se junta entre sí y, hablando cada uno su lengua, se entienden bastante, mejor que nosotros con portugueses e italianos, al parecer.
         En cambio, si ves a un grupo de personas mirándose a la cara en silencio, quietos en una esquina o paseando… sin duda son finlandeses. He llegado a creer que son telépatas. De verdad, qué gente más callada.
         Viajar te quita muchos mitos, como lo de que los nórdicos sean fríos hasta en el saludo. Para nada. Daneses, holandeses, franceses y muchos otros se abrazan cuando se ven o se despiden sin tener una especial relación, con muchos golpes en la espalda, al estilo varonil… porque los besos en la mejilla cuando hay mujeres implicadas también es corriente. Solo cambia la cantidad: dos entre francesas e italianas y tres para alemanas, holandesas y danesas. Las estadounidenses, por su parte, son más distantes, bien es cierto. Son de dar la mano y, por cierto, de las pocas que las dan con energía suficiente.
         Una de las costumbres más molestas que encontré en Canadá (en la zona de Quebec, no tanto en Ontario) es la de la gente en general (no policías) de caminar muuuy pegaditos unos a otros. Me da la sensación de que me intentan robar (o, al menos, soplar en la nuca). Claro que en el Norte en general (tanto de América como de Europa) la gente deja la cartera y el móvil encima de la mesa y no pasa nada… La sensación de inseguridad subjetiva es muy inferior a la que tenemos por aquí.
         Eso sí, la forma de actuar en los operativos varía muuucho de país en país. Esos que nos ponen a caer de un burro se llevarían un chasco al saber que en Reino Unido, por ejemplo, puedes acabar en el calabozo y condenado solo por faltarle un poco al respeto a un agente de la ley… y no te digo ya en Estados Unidos donde, además, son bastante contundentes. En general, en casi todo nuestro entorno, el respeto a la Policía es superior que en España.
         También tiene que ver con la idiosincrasia de cada lugar. En Montreal nos libramos de una multa por cruzar un semáforo de peatones en rojo por ser extranjeros, pero el chorreo de la oronda agente nos cayó. Yo hice lo que mejor se me da: agachar la cabeza y poner cara de bueno. Al poco, un tipo intentó robar a una señora y los dos primeros ciudadanos que pasaron, que ni siquiera se conocían entre sí, lo placaron hasta que llegaron los uniformados. Aún tengo que ver eso en España.
         Y a la hora de ser estrictos sin más, los alemanes se llevan la palma. En una pequeña ciudad alemana, cruzada por una carretera casi siempre vacía y de perfecta visibilidad, hay un semáforo. El autobús tiene una parada justo delante. En una ocasión, cuando estuve allí, había un nombre nerviosísimo porque se le escapaba el transporte y la luz estaba roja. Aunque no venía nadie, era incapaz de cruzar. Los hispanos llegamos y le adelantamos como si allí no hubiera impedimento alguno. Por su mirada, le costó entender que era físicamente posible cruzar la vía de esa manera. A los pocos días empezaron a hacerlo todos. Lo llamaban “cruzar a la española”, aunque también portugueses, italianos, griegos y franceses lo hicieran.
         ¿Y los españoles? ¿Cómo nos ven los demás? Pues principalmente, que solo nos relacionamos entre nosotros. Francamente, razón no les falta. Será por el escaso dominio del inglés que solemos tener, será porque somos gregarios como ovejas, pero no falla: si hay siquiera dos españoles entre ocho, empezarán a hablar en su idioma haciendo el vacío a los demás.
         Eso se podría atribuir también a los italianos, aunque la última vez que estuve junto a dos, no se hablaban entre sí y uno se juntó a los holandeses (más bien a las holandesas) y el otro se vino con nosotros.

         Y me queda hablar de Angola, donde pasé tres inolvidables semanas, pero eso es largo y lo dejo para otra entrada más adelante.

jueves, 30 de octubre de 2014

El agotamiento mental es muy malo #historiaspoliciales

      El trabajo de un policía judicial requiere, sobre todo, un esfuerzo mental ímprobo. En otras especialidades, la Escala Básica está destinada a funciones menos demandantes intelectualmente (aunque agotadoras), como vigilancias o escuchas. En la UIT, hasta el último agente que ha jurado el cargo se ve inmerso en el desarrollo y hasta la dirección de investigaciones que le van a requerir que utilice lo mejor que su cerebro pueda dar.
         Nosotros llevamos en los últimos meses tal cantidad de trabajo que llegamos a casa agotados mentalmente. Hay una cantidad limitada, más o menos grande, de datos que una persona puede manejar y nos estamos acercando al límite.
         Hoy, mi día ha sido incluso más demandante porque he tenido un juicio (una situación siempre estresante, incluso cuando el acusado se conforma con la pena, como hoy), la comida ha sido para despedir a un puñado de compañeros que parten a otros destinos (en ocasiones de forma muy dolorosa, porque seguimos siendo una gran familia) y por la tarde he tenido que volver a la Brigada, que no se puede quedar vacía.
         Lo que os quiero contar me ha pasado al ir al excusado del restaurante... y en otras condiciones psicológicas no me habría pasado: he ido a evacuar, que mi pobre vejiga ya no podía más y he entrado con ímpetu. El retrete consistía en un meadero y una puerta que daba a una taza tradicional, de las que tenemos en casa casi todos. Al acceder a ese segundo lugar, no he reparado que ya estaba ocupado... y de paso he conseguido cortarle el chorro al pobre chaval (que no era de nuestra celebración) que estaba ocupado. De verdad: no he reparado en él hasta que me estaba bajando la bragueta. Vaya susto.
         La cosa no ha acabado ahí. Después de balbucear unas disculpas, he usado el urinario de pared... y apenas me había puesto a la tarea cuando se ha ido la luz (que era de tiempo). Yo pensaba que iba, como en otros sitios, por movimiento, así que, con la chorra fuera me he puesto a agitar los brazos, mientras trataba de no fallar el disparo.
         En eso, el atribulado muchacho ha acabado y, al abrir su puerta, me ha visto en la incómoda situación de los pantalones flojos y remeneando los brazos a lo locomía... Con los ojos como platos, ha pasado por detrás de mí y ha salido sin siquiera lavarse. Antes de abandonarme ha tenido la decencia de presionar el pulsador de la luz. Después se ha ido. Juraría que a la carrera.

         Me ha costado un rato reaccionar, recomponerme y salir de la forma más discreta posible... Como si no hubiera pasado nada. Afortunadamente, no lo he visto entre las mesas de vuelta con los míos.

domingo, 26 de octubre de 2014

Viaje por un mundo post-apocalíptico #historiaspoliciales

Esto de ser policía tiene a veces algo de aventura. Pocas, gracias al cielo, pero de vez en cuando alguna hay. Una de ellas fue lo más parecido a un mundo post-apocalíptico que he vivido y que lo único que lamento, ahora que han pasado ya algunos años, es no haberlo grabado en vídeo.
         Teníamos que ir a Figueras, a realizar una de nuestras investigaciones. Dado que salíamos desde Madrid, el viaje estaba estimado en unas 7 horas. Era el 8 de marzo de 2010. Las noticias por la radio avisaban que el clima no estaba precisamente propicio. Aun así, continuamos viaje. Después de todo, los malos no esperan.
         Repostamos en la última gasolinera de Repsol (el convenio policial es solo con esa empresa), a la salida de Zaragoza, antes de entrar en la AP2. Compramos algunas provisiones por lo que pudiera pasar. Si las cosas se ponían mal, al menos tendríamos algo que echarnos al coleto.
         Entramos en la provincia de Lérida a eso de las 18:30 horas. Hasta la frontera con Huesca lucía un sol espléndido. En cuanto pisamos Cataluña y se desató el infierno blanco. Al poco, las señales de tráfico estaban tapadas por la nieve, que caí­a racheada e intensa. Fuimos viendo cómo los coches se paraban en el arcén (¡craso error!) y a los camiones los iban conduciendo a áreas de descanso. Los letreros luminosos avisaban que las carreteras ya estaban cortadas, que nos volviéramos o buscásemos alojamiento por la zona. Por cierto, no estarí­a de más que se estirasen un poco y pusieran los avisos en español también, porque aunque el catalán se entiende casi todo, siempre hay algo que te pierdes... y cuando es un anuncio de seguridad, te puede costar la vida la tonterí­a.
         Hubo tramos en que no pasábamos de 60 km/h mientras las cosas se poní­an peor y peor. Ya hacia el final de la provincia y en un buen trecho de la de Barcelona la situación mejoró y oscilaba entre lluvia y firme seco.
         Todo cambió en las proximidades de la ciudad, cuando tení­amos que cambiar de la AP2 y a la AP7. Cientos de miles de coches atascándolo todo en medio de una ventisca acompañada de nieve. Los avisos de carreteras cortadas se multiplicaban. La radio ya hablaba de que miles de camioneros habí­an sido abandonados a su suerte por la Generalitat en La Junquera, y los dueños de los bares los echaban con cajas destempladas. Sólo encontraron la solidaridad de la gente del pueblo, que les dio un cobijo finalmente en el pabellón municipal. Si no, habría habido muertos con toda seguridad. ¡Y nosotros querí­amos llegar a tan sólo 20 km de ese lugar! ¿Lo conseguirí­amos? Los compañeros del Cuerpo Nacional de Policía en Figueras ya nos avisaron que la cosa estaba dificililla. Que si í­bamos a llegar de verdad. Y nosotros (yo soy aragonés y el compañero madrileño), que sí­, que por nuestros huevos. "Vale, vale. ¿Nos jugamos algo?" Nos decí­an...
         Poco a poco fuimos dejando atrás el cinturón de Barcelona y nos adentrábamos en la AP7, camino de la provincia de Gerona. Avanzábamos lentos pero al menos nos movíamos hasta que a la altura de La Roca definitivamente nos echaron. Medio metro de nieve se amontonaba en la autopista, desierta por completo. Las quitanieves hací­an lo que podí­an en las carreteras secundarias adyacentes, aunque el clima se lo quería poner difícil. Luego nos enteramos: En la AP7 habí­a caí­do un cable de alta tensión y era imposible pasar por ahí­ hasta que los operarios de la Red Eléctrica garantizasen la seguridad. De hecho, pilló a una ambulancia y la dejó bastante hecha fosfatina.
         Tuvimos allí el primer encuentro con los Mozos de Escuadra, que nos indicaron que debíamos pasar la noche en el Polideportivo habilitado de La Roca. Nosotros, empeñados en seguir, les preguntamos si se puede llegar hasta Gerona. Ni hablar de Figueras, que seguro que nos llevan al manicomio más cercano. Nuestro vehí­culo es un Renault Megane camuflado, por lo que nadie sabí­a que éramos dos maderos lanzados a la aventura. Gracias a ese coche, todo hay que decirlo, pudimos llegar. Su centro de gravedad bajo, sus ruedas anchas y su consumo equivalente al de un mechero hicieron el milagro. Porque la cosa se iba a poner chunga. Pero chunga de cojones.
         Total, que tras una hora parados, más o menos, un mozo de escuadra muy amable nos indica un camino que podría estar abierto por Sils y otros pueblecitos de la zona que no tení­a que ver con la C25 que cogí­an casi todos, sin preguntar, y que estaba tan atascada como las demás. Una opción es mejor que ninguna, así que hacia allá nos lanzamos.
         Empezamos a ver las señales de la catástrofe (las que me habría gustado grabar): camiones vencidos en las cunetas, coches abandonados en los arcenes y medianas, algunos de ellos, incluso, con las puertas abiertas. Nosotros seguí­amos entre la nieve, procurando seguir las rutas que los quitanieves habí­an dejado en el suelo, cuando éstas eran visibles. Ya no nevaba, pero las zonas más apelmazadas se estaban convirtiendo en el más peligroso hielo. A todo esto, nosotros, por supuesto, sin cadenas.
         Pasando por pueblos sin luz y silenciosos (el corte eléctrico duraría varios días), que lo mismo podrían estar abandonados, llegamos a las afueras de Gerona. Por el camino habí­amos visto las luces azules de la Policí­a Autonómica a lo lejos, cortando casi todas las carreteras menos la nuestra. ¿Quizá sí lo estaba y no lo sabí­amos? Vimos que los accesos de la AP7 a la ciudad seguían bloqueados, así­ que nos dirigimos hacia la N2. Ya estábamos en el entorno de la ciudad y parecí­amos los únicos seres vivos; más aún, los únicos motorizados. La gente habí­a salido de sus vehí­culos donde allí donde se habí­an parado, tras deslizarse por el firme: en mitad de la ví­a, ocupando dos carriles o uno, o en la cuneta Los camiones, con su gran longitud, eran a veces muy difíciles de adelantar. Y no habí­a nadie. Los dueños habí­an dejado así­ sus coches. Abandonados. Del todo. De todas las clases: Audis nuevecitos, Pandas de 1979... Como en un ataque nuclear. O zombi.
         Cogimos la N2, que no parecí­a cortada (o nadie lo indicaba). La sensación de irrealidad catastrófica se acentuó. Cada vez más y más vehí­culos habí­an quedado donde Dios les daba a entender, a lo que se sumaban árboles y ramas desgajados que obstaculizaban la carretera. En muchas zonas sólo quedaba un carril hábil para los dos sentidos. No habí­a mucho riesgo; primero, porque apenas podí­amos superar los 40 o 50 Km/h en muchos tramos; después, porque éramos los únicos en cientos y cientos de kilómetros a la redonda. Ni una luz en la carretera ni en los pueblos cercanos. Con el cielo encapotado, ni siquiera había luna. El Megane desplegaba todo el poderí­o de sus focos para tratar de contrarrestar en algo la impenetrable oscuridad.
         Así­, cautelosos en mitad de ese escenario de Guerra Mundial Z por fin llegamos a la civilización a unos 15 km de Figueras. ¡Seres vivos! ¡Camiones en marcha! ¡Coches con el motor funcionando! Aunque todos parados, hasta los quitanieves. Un par de voluntariosos muchachos de la Red Nacional de Carreteras intentaban organizar el tema y saber qué pasaba más adelante. Los Mozos de Escuadra no aparecieron hasta dos horas después. Eran las dos y cuarto de la mañana cuando nos enteramos de lo que habí­a pasado: dos camiones cruzados habí­an bloqueado por completo la ruta.
         A las dos y media volvimos a rodar, renqueantes y en caravana. Por fortuna, el desví­o a Figueras estaba próximo y por él fuimos, rumbo a nuestro destino. Las farolas de la calle alumbraban (¡por fin!), pero ni un alma en las calles, llenas de nieve. En la carretera de acceso, de nuevo coches abandonados a su suerte donde habían caído. No supimos qué fue de todos los ocupantes de tantos y tantos automóviles perdidos.
         Por fin llegamos al hotel, ambos vivos, gracias en parte a que repostamos en Zaragoza y compramos provisiones de emergencia (chocolate, galletas, magdalenas, zumos y batidos...). Si no, seguramente uno habrí­a matado al otro para comérselo en algún momento de la excursión. El hambre es lo que tiene, que es muy malo.

         Tras dieciocho horas de viaje llegamos a las 3 AM al hotel. Cerrado. Tras golpear los cristales, se asomó el recepcionista nocturno para decirnos que ¡¡no quedan habitaciones!! Ante nuestro gesto de más que visible enfado (y que debió ver nuestras pistolas entre la ropa, que no estábamos para muchas filigranas de camuflaje) recordó que había dos reservas hechas por la Comisaría cuyos ocupantes aún no habían llegado. Tras completar las formalidades, pudimos dormir calientes... poco rato, porque al dí­a siguiente tocaba trabajar, claro, que para eso habí­amos ido.

jueves, 16 de octubre de 2014

Hay que tener cuidado con dónde metes la manita #historiaspoliciales

         Los registros que hacemos en Protección al Menor tienen muy poco que ver con los que se realizan en otras especialidades. No tiramos la puerta abajo, no aseguramos la casa pistola en mano, no derribamos hasta las paredes para descubrir algún alijo oculto. No lo hacemos porque no hace falta. Ha habido alguna excepción, muy puntual y porque lo requería la situación. Este es un trabajo muy delicado y hay dos motivos por los que somos tan cuidadosos:
         En primer lugar, en la mayor parte de las ocasiones existe la posibilidad de error. En muchas ocasiones, las investigaciones tecnológicas se basan en una serie de números y puede haber un error en la transcripción en cualquier momento: nosotros, los juzgados, las operadoras...
         En segundo, normalmente entramos en casas en las que hay familias viviendo. Solo un miembro de la misma se dedica a tan abyectos menesteres, con el desconocimiento del resto. Ya van a tener bastante perjuicio al saber que conviven con alguien que se siente atraído sexualmente por menores como para encima tener que soportar molestias y el escarnio público. Más aún si hay niños. Los pequeños no deben ver a los agentes como "el enemigo". No lo somos. Al contrario: vamos a librarlos de un depredador sexual (si es el caso). No perdamos de vista que la mayoría de investigados no han dado el paso del abuso. Son meros consumidores que intercambian por el afán de conseguir nuevas imágenes.
         Somos exquisitos en nuestra labor: vestimos de paisano, no llevamos coches rotulados, no sacamos cajas con el rótulo de "Policía"... Nuestra idea es que los vecinos no sepan lo que ha pasado en ese domicilio. El estigma social de un pedófilo es muy grande y no es nuestra labor echarle encima esa cruz. Cada detenido tiene derecho a ser tratado de la manera en que menos se perjudiquen sus intereses.
         Una vez dentro de la casa, además de inspeccionar los ordenadores, buscamos otro material que pueda estar oculto en diferentes lugares de la casa. El consumidor de pornografía infantil necesita tenerla a mano, por lo que será raro que esté en un sitio de difícil acceso. Los cajones de ropa y los armarios son un buen sitio para ello... pero también para los juguetes sexuales. Ya he perdido la cuenta de la cantidad de veces que me he encontrado con uno de esos cacharros cuando estoy buscando otras cosas. Además, hay una regla para ello: si no me pongo guantes de látex (aíslan del contacto con cuerpos extraños, pero también disminuyen el tacto) con toda seguridad me voy a topar con uno. A poder ser, no demasiado limpio. ¡Es que es matemático, oiga! Y claro, con el cachondeo general de los compañeros, que ya me habían advertido que me pusiera la prenda en la mano.
         Fue en un registro en una bella localidad costera. Dos tortolitos vivían en un chalet, con un tercer tipo, más joven que ellos, que tenían "adoptado"... aunque contaban con él para las sesiones de sexo a tres bandas que mantenían.
         El día que entramos en su domicilio, un chalet sobre una colina que dominaba una pequeña playa, salió a abrirnos uno de ellos acompañado de dos perrazos que, como es habitual, eran más mansos que los propios dueños. Me lamieron un poco la mano (los perros, no el trío) y entramos todos.
         Les habíamos interrumpido en uno de sus tríos mañaneros. De hecho, los dos que quedaban dentro de la casa estaban abrazados en el sofá cuando entramos. En medio del salón había un zurullo. Avisé a mis compañeros para que no lo pisaran. Solo faltaba un resbalón en caca y acabar por los suelos... porque eso no era lo peor. La casa estaba tan sucia que no estoy seguro de que, si cayéramos, hubiéramos podido levantarnos. Por poner un par de ejemplos, la cocina era un nido de cucarachas en el que se acumulaban cacharros sucios con restos de comida en putrefacción. El tresillo, cuando lo movimos para ver si había algo debajo, levantó tal cantidad de polvo que me dio un ataque de tos y tuve que salir a respirar fuera durante un rato, que me diera la brisa marina. Solo una estancia estaba limpia: el "taller" de escultura de uno de ellos, de profesión "artista".
         Normalmente, los domicilios a los que accedemos en esta especialidad son normales, con una higiene normal. Nada que ver con ciertos tugurios que he visto en registros de drogas y de los que hablaré en otra ocasión. Ese fue una desagradable excepción, aunque no la única.
         Mi jefe encontró una bolsa de supermercado de contenido extraño en una de las habitaciones. Se la presentó al titular de la conexión a Internet, nuestro principal sospechoso en ese momento, que se puso nervioso al verla. Ante su reacción, decidimos abrirla allí mismo... Contenía un consolador XXL de doble punta, doblado y apenas contenido por el plástico. Al liberarlo de golpe, el dildo saltó hasta el techo y no le dio en la nariz al inspector de milagro. Se quedó lívido unos instantes, como si no asimilara lo que acababa de pasarle... De ahí inferimos que los zurullos que había en el suelo no eran de los perros, como habíamos creído al principio. Ningún culo que haya soportado ese grosor puede volver a cerrarse...
         Como anécdota final, cuando acabamos el registro, tras encontrar en el ordenador lo que buscábamos, el detenido tenía que firmar el acta que la secretaria judicial había levantado.
         —No tengo pluma. Si me pueden dejar una... —manifestó, con esas mismas palabras.
         —No, si a ti pluma precisamente es lo que te sobra —le respondió su pareja, si aparente atisbo de humor.

         Un incidente de pornografía infantil acaba con muchas relaciones. Ese no fue el caso. Continuaron juntos (bueno, al más joven no lo vi más; no sé si rompieron o si tan solo no los acompañaba cuando acudían a la Comisaría) y, de hecho, cuando fue condenado a dos años (con lo que evitó su entrada en prisión) se abrazaron con fuerza y volvieron a casa de la mano.

sábado, 4 de octubre de 2014

El sexálogo de buen policía

         Para trabajar todos tenemos que aprender. Ser policía no es sencillo: tiene unos requisitos previos exigentes, que incluye desde un título escolar —el requisito más sencillo— a unas condiciones anatómicas y médicas óptimas y hasta tener varios carnets de conducir; hay que estudiar mucho para superar una oposición que en absoluto es sencilla que, además, incluye pruebas físicas, psicotécnicas, psicológicas y hasta de ortografía e idiomas. También test de consumo de drogas y de enfermedades infecciosas.
         Después hay que superar un curso formativo de un año en la Escuela General de Policía en Ávila. Del desempeño en el mismo no solo va a depender el puesto al que puedas optar (dado que se elige por riguroso orden de nota), sino si vas a seguir adelante en el proceso: varias personas suspenden todos los años.
         Si también lo superas, te queda un año de prácticas en el que se actúa como agente de la ley, siempre de la mano de un veterano. La posibilidad de hacer una tontería —o incluso de tener mala suerte— y acabar fuera de la corporación es alta. Cada día es un examen.
         Si consigues superarlo, por fin, juras el cargo y eres funcionario de carrera. A partir de ahí las cosas son un poco más fáciles, aunque un buen profesional nunca se deja de aprender. Yo he tenido dos grandes maestros. Uno fue un subinspector del que ya he hablado. Solo estuve a su lado dos meses al principio de mi trayectoria y, aún así, aprendí mucho sobre la condición humana. No menciono su nombre porque no le he pedido permiso para ello y hace muchos años que no hablamos (que me enseñase no quiere decir que fuera mi amigo).
         El otro era inspector cuando entré en la BIT. Hoy ha ascendido a inspector-jefe y está al cargo de la Sección de Protección al Menor, Luis García Pascual. Con él he pasado diez largos años de investigaciones sencillas y complicadas, de detenciones, de juicios, de viajes nacionales e internacionales. A él sí puedo llamarlo, con orgullo, mi amigo.
         Recupero para el blog un mensaje que publiqué hace ya un año y medio en Facebook y que resume alguna de las lecciones más valiosas que me ha enseñado (aunque unas cuentas las traía ya aprendidas por simple ética):
         1) La violencia se usa cuando hace falta: cuando alguien la va a usar contra terceros, contra ti o contra sí mismo, para impedírselo. No se agrede nunca a un detenido esposado.
         2) No te empeñes en acusar contra viento y marea a quien tú crees culpable. Encuentre las pruebas y preséntalas. Si no las tienes, admite que ha sido más listo que tú... o que quizá no sea tan culpable como piensas.
         3) Las 72 horas de detención son un tope, no una regla. Haz las diligencias en el tiempo más breve posible y pasa al detenido a disposición judicial o ponlo en libertad. No eres juez. No decides sobre la libertad de las personas. Si piensas "eso es todo lo que se va a llevar" es que no estás haciendo bien tu trabajo.
         4) Cuando hay un delito sin resolver que implica gente en peligro, no hay horarios ni familia ni traba alguna que te impida cumplir con tu obligación de rescatarla.
         5) Tienes muchos recursos a tu disposición: úsalos sabiamente pero no dejes ninguno sin tocar que te pueda ser útil.
         6) Intenta ponerte en el lugar del otro siempre que puedas, tanto para entenderlo como para descubrirlo.

         Así es como nos comportamos en este trabajo. Mucho más prosaico, menos llamativo que las películas. Alejado de los tópicos que algunos asumen como reales en la Policía. Y funciona. Cada día.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Opinión sobre la película "La Isla Mínima" o "De repente, el cine español ya no es malo".

No es el primer caso, ni el segundo... Está siendo una constante en los últimos tiempos: el cine español, por algún motivo, de repente ha ganado en calidad. De repente, gusta. De repente, convence. ¿Por qué? Bueno, pues porque está tutelado por empresas (normalmente cadenas de TV) que desean hacerlo rentable... y la forma de lograrlo es que la gente acuda a verlo, no vivir de las subvenciones (aunque también existan). Así, los actores saben actuar, los directores dirigir y el guión cuenta una historia convincente.

Esta "la Isla Mínima" vuelve al "encanto" de los 80 con una ambientación cuidada hasta el detalle (sospecho que alguna matrícula se va un par de añitos de lo que debería, pero se les perdona). Los uniformes, el vestuario en general, los vehículos, la parafernalia (como esas barcas para cruzar los ríos que yo llegué a conocer y que hoy han desaparecido, para bien, sustituidas por puentes menos románticos pero más prácticos).

También muy lograda la sociedad, los personajes, desde los protagonistas hasta el último secundario. Captada la época y la idiosincrasia y hasta los típicos de la época, como el voluntarioso furtivo o los guardias civiles que han de vivir en el pueblo a su pesar.

Lo mejor, como en "Grupo 7", la anterior obra del director, es una historia sólida y bien sustentada, con personalidades complejas, donde nadie es del todo bueno ni del todo malo. Además, cuenta una historia, dura pero entretenida que, a ratos, te tiene con el alma en vilo y que (algo a elogiar) no tiene altibajos. En ningún momento decae o aburre.

Debido a mi profesión, miro con lupa las películas policiales. Ésta ha logrado no anular mi suspensión de la incredulidad. Es un mérito añadido.

La historia tiene el final que debe, con la moraleja que apuntaba. Como debe ser.

La recomiendo.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Si tocas a un niño, la Policía te va a pillar #HistoriasPoliciales

         Hasta ahora no he hablado de la detención del (presunto) pederasta de Ciudad Lineal. Este es un blog dedicado a las anécdotas pasadas, no a los hechos recientes a cuya reserva profesional me debo. Más importante: no he participado en absoluto en el tema, así que apenas tengo más información que la que sale en la prensa, como cualquier otro ciudadano.
         La verdad es que es algo excepcional, porque la BIT ha estado implicada en casi todos los casos de abusos sexuales a menores que ha habido en los últimos años. Incluso cuando no llevamos la investigación, nos han pedido asistencia con la parte informática del tema (y, hoy en día, casi cualquier delito tiene un ordenador o un teléfono móvil de por medio).
         Lo que os quiero contar hoy es que si la haces, la pagas. Es cierto que los delitos contra el patrimonio están muy poco penados en nuestro ordenamiento jurídico, pero los que son contra las personas tienen unos castigos muy importantes. Además, movilizan más recursos y personal policial.
         En mis años en esta Brigada he trabajado en algunos casos muy mediáticos (Nanysex, Huaralino, Cooldaddy, Camaleón, etc). Conozco, por tanto, cómo se trabaja y lo que se hace y os puedo asegurar una cosa: si tocas a un niño, la Policía no va a parar hasta encontrarte y llevarte tras las rejas. Puede costar poco (como a Nanysex, que cayó en un mes desde que conocimos de su existencia) o mucho (como el ejemplo de Huaralino, que nos costó dos largos y duros años en que veíamos como su víctima iba creciendo en cada nuevo vídeo). Lo mismo se aplica a todos aquellos casos que no llegan al conocimiento público. En la Sección de Protección al Menor no hay descanso mientras un niño esté en riesgo. Invertimos horas, tiempo personal y hasta nuestra salud si es necesario.
         Solo nos queda una duda que nos causa un escalofrío... ¿Cuántos abusos habrá que no conozcamos? Muchos ocurren dentro de la propia familia y no hay las evidencias que crea quien lo graba y lo sube a Internet.
         Mañana, como cada día, seguiremos escudriñando los lugares públicos y secretos de Internet, los chats y las webs, los sitios indexados y la deep web, participando en los esfuerzos internacionales (no estamos solos en este trabajo) y, si aparece una nueva víctima, allí estaremos.
         Hoy es día de felicitar (¡y mucho!) a nuestros compañeros de la Brigada Provincial de Policía Judicial de Madrid por su rotundo éxito.

         ¡Enhorabuena, compañeros!