Los
registros que hacemos en Protección al Menor tienen muy poco que ver con los
que se realizan en otras especialidades. No tiramos la puerta abajo, no
aseguramos la casa pistola en mano, no derribamos hasta las paredes para
descubrir algún alijo oculto. No lo hacemos porque
no hace falta. Ha habido alguna excepción, muy puntual y porque lo requería
la situación. Este es un trabajo muy delicado y hay dos motivos por los que
somos tan cuidadosos:
En
primer lugar, en la mayor parte de las ocasiones existe la posibilidad de error.
En muchas ocasiones, las investigaciones tecnológicas se basan en una serie de
números y puede haber un error en la transcripción en cualquier momento:
nosotros, los juzgados, las operadoras...
En
segundo, normalmente entramos en casas en las que hay familias viviendo. Solo
un miembro de la misma se dedica a tan abyectos menesteres, con el
desconocimiento del resto. Ya van a tener bastante perjuicio al saber que
conviven con alguien que se siente atraído sexualmente por menores como para
encima tener que soportar molestias y el escarnio público. Más aún si hay
niños. Los pequeños no deben ver a los agentes como "el enemigo". No
lo somos. Al contrario: vamos a librarlos de un depredador sexual (si es el
caso). No perdamos de vista que la mayoría de investigados no han dado el paso
del abuso. Son meros consumidores que intercambian por el afán de conseguir
nuevas imágenes.
Somos
exquisitos en nuestra labor: vestimos de paisano, no llevamos coches rotulados,
no sacamos cajas con el rótulo de "Policía"... Nuestra idea es que
los vecinos no sepan lo que ha pasado en ese domicilio. El estigma social de un
pedófilo es muy grande y no es nuestra labor echarle encima esa cruz. Cada
detenido tiene derecho a ser tratado de la manera en que menos se perjudiquen
sus intereses.
Una
vez dentro de la casa, además de inspeccionar los ordenadores, buscamos otro
material que pueda estar oculto en diferentes lugares de la casa. El consumidor
de pornografía infantil necesita tenerla a mano, por lo que será raro que esté
en un sitio de difícil acceso. Los cajones de ropa y los armarios son un buen
sitio para ello... pero también para los juguetes sexuales. Ya he perdido la
cuenta de la cantidad de veces que me he encontrado con uno de esos cacharros
cuando estoy buscando otras cosas. Además, hay una regla para ello: si no me
pongo guantes de látex (aíslan del contacto con cuerpos extraños, pero también
disminuyen el tacto) con toda seguridad me voy a topar con uno. A poder ser, no
demasiado limpio. ¡Es que es matemático, oiga! Y claro, con el cachondeo
general de los compañeros, que ya me habían advertido que me pusiera la prenda
en la mano.
Fue
en un registro en una bella localidad costera. Dos tortolitos vivían en un
chalet, con un tercer tipo, más joven que ellos, que tenían
"adoptado"... aunque contaban con él para las sesiones de sexo a tres
bandas que mantenían.
El
día que entramos en su domicilio, un chalet sobre una colina que dominaba una
pequeña playa, salió a abrirnos uno de ellos acompañado de dos perrazos que,
como es habitual, eran más mansos que los propios dueños. Me lamieron un poco
la mano (los perros, no el trío) y entramos todos.
Les
habíamos interrumpido en uno de sus tríos mañaneros. De hecho, los dos que
quedaban dentro de la casa estaban abrazados en el sofá cuando entramos. En
medio del salón había un zurullo. Avisé a mis compañeros para que no lo
pisaran. Solo faltaba un resbalón en caca y acabar por los suelos... porque eso
no era lo peor. La casa estaba tan sucia que no estoy seguro de que, si
cayéramos, hubiéramos podido levantarnos. Por poner un par de ejemplos, la
cocina era un nido de cucarachas en el que se acumulaban cacharros sucios con
restos de comida en putrefacción. El tresillo, cuando lo movimos para ver si
había algo debajo, levantó tal cantidad de polvo que me dio un ataque de tos y
tuve que salir a respirar fuera durante un rato, que me diera la brisa marina.
Solo una estancia estaba limpia: el "taller" de escultura de uno de
ellos, de profesión "artista".
Normalmente,
los domicilios a los que accedemos en esta especialidad son normales, con una
higiene normal. Nada que ver con ciertos tugurios que he visto en registros de
drogas y de los que hablaré en otra ocasión. Ese fue una desagradable
excepción, aunque no la única.
Mi
jefe encontró una bolsa de supermercado de contenido extraño en una de las
habitaciones. Se la presentó al titular de la conexión a Internet, nuestro
principal sospechoso en ese momento, que se puso nervioso al verla. Ante su
reacción, decidimos abrirla allí mismo... Contenía un consolador XXL de doble
punta, doblado y apenas contenido por el plástico. Al liberarlo de golpe, el
dildo saltó hasta el techo y no le dio en la nariz al inspector de milagro. Se
quedó lívido unos instantes, como si no asimilara lo que acababa de pasarle...
De ahí inferimos que los zurullos que había en el suelo no eran de los perros,
como habíamos creído al principio. Ningún culo que haya soportado ese grosor
puede volver a cerrarse...
Como
anécdota final, cuando acabamos el registro, tras encontrar en el ordenador lo
que buscábamos, el detenido tenía que firmar el acta que la secretaria judicial
había levantado.
—No
tengo pluma. Si me pueden dejar una... —manifestó, con esas mismas palabras.
—No,
si a ti pluma precisamente es lo que te sobra —le respondió su pareja, si
aparente atisbo de humor.
Un
incidente de pornografía infantil acaba con muchas relaciones. Ese no fue el
caso. Continuaron juntos (bueno, al más joven no lo vi más; no sé si rompieron
o si tan solo no los acompañaba cuando acudían a la Comisaría) y, de hecho,
cuando fue condenado a dos años (con lo que evitó su entrada en prisión) se
abrazaron con fuerza y volvieron a casa de la mano.
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