martes, 25 de noviembre de 2014

Otra de madres #historiaspoliciales

         De manera excepcional hoy voy a contar una historia en la que no estuve presente. Era una investigación mía y tendría que haber estado en ella, pero los avatares del destino (y la cantidad de trabajo) quiso que fuera el que entonces era mi jefe quien tuvo que acudir a la fase ejecutiva, acompañado de varios miembros de la Brigada de Policía Judicial de la provincia en la que ocurrió.
         Fue una operación muy bonita, una de las primeras (han pasado casi diez años) en que actuamos como una suerte de "agente encubierto", metiéndonos en ciertos sitios (hoy casi desaparecidos) donde los pedófilos intercambiaban su material con impunidad. El tipo del que os quiero hablar hoy nos envió varios archivos de indubitada pornografía infantil. La investigación lo centró en un pueblo muy pequeñito del interior y para allá fueron los responsables del dispositivo.
         Llegaron con las primeras luces del alba y la aldea estaba vacía. Solo la trémula luz de las farolas y algún gato temeroso rompía la quietud de una localidad que parecía detenida en el tiempo. Nadie salió a preguntar qué hacíamos allí cuando los agentes llamaron a la puerta. Abrió una mujer muy mayor, encorvada y llena de arrugas. Era la madre del sospechoso, que pasaba de los cuarenta y no se le conocía pareja estable. Ambos vivían juntos, algo muy típico en los consumidores de imágenes sexuales sobre menores.
         Dos compañeros entretuvieron a la anciana para que no supiera la verdadera naturaleza de nuestra presencia allí, mientras los demás, junto con el secretario judicial, realizaban la diligencia. El investigado reconoció los hechos y se ofreció a colaborar del todo siempre que su progenitora se quedase al margen. Temía que del disgusto pudiera quedarse en el sitio. A nosotros nos pareció un trato justo. Pero, como ya hemos dicho en tantas ocasiones, una madre es una madre y es difícil de engañar.
         Acabaron la inspección y se llevaron los discos duros y otros soportes que contenían los archivos ilegales.
         —Solo les pido un favor más —les rogó, antes de salir—. Este es un pueblo muy pequeño y si se enteran de que me llevan detenido, más aún el motivo, no podré volver jamás. Ya saben que yo nunca he tocado a un niño, ya es bastante cruz. Y no les digo nada mi madre...
         De nuevo se le concedió el deseo. Como ya he contado en el pasado, no es nuestra labor humillar a nadie, sino tratarle como menos perjudique a sus intereses. Sí, aunque sea un pedófilo. O lo que sea.
         Así pues, la comitiva estaba dispuesta a marcharse en los dos coches que habían traído cuando, de repente, se abre el balcón principal de la casita en la que vivían, situada en el mismo centro del pueblo, y sale la anciana mujer, chillando como un gorrino y agitando las manos en alto.
         —¡Vecinos! ¡Vecinos! ¡Mi hijo!
         Ante los gritos, las luces de otras casas se empiezan a encender y algunas persianas se levantan con timidez. Un tractor que pasaba frena en seco al ver a una convecina en apuros.
         —¡Mi hijo! ¡Que se lo llevan! ¡Que se lo lleva la Policía!
         Algunas caras empiezan a mirarnos con ojos torvos. Supongo que alguno estaría preparando la hoz y la antorcha, como en Los Simpsons. Claro que la actitud cambió radicalmente ante las siguientes palabras de la provecta dama:
         —¡Se lo llevan por lo de los niños! ¡Porque le gustan los niños!
         —¡Hostia! —exclamó el conductor de uno de los coches.
         —¡Dale, dale! —le apremió mi jefe—. ¡Sal de aquí que nos lo linchan!
         Las miradas torvas cambiaron rápidamente de la Policía al detenido. El peligro era bastante mayor, porque ese tipo de delincuentes están bastante mal mirados en todas partes, así que se apresuraron en coger carretera de vuelta a la capital de la provincia.
         —¿Creen ustedes que iré a la cárcel?
         —Eso depende de muchas cosas —le intentó explicar el inspector—. El procedimiento es complejo y...
         —Es quiero ir a la cárcel. Así estudiaré una carrera y por fin seré alguien de provecho, como quiere mi madre.
         Se quedaron sin palabras, claro... Le costó un rato poder decirle:
         —Eso háblalo con tu abogado, anda. Seguro que te sabe orientar.
         Ni que decir tiene que madre e hijo se tuvieron que mudar a otro pueblo a las pocas semanas.
         Y, por cierto, el individuo acabó condenado pero no entró en prisión. En el juicio fue la primera vez que le vi la cara y no creo que sea del tipo que reincide.

         A veces uno se queda con sensación agridulce... que no todos los malos son tan malos. Puede que tan solo estén equivocados.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Estereotipos internacionales de un policía viajero.

         En estos momentos escribo desde La Haya. Me encuentro realizando un trabajo en EUROPOL que me tiene aquí dos semanas. Formo parte de un equipo internacional con gente de varios países del mundo. Trabajamos hasta tarde todos los días y no me queda mucho tiempo para escribir. Hoy he sacado un ratito para contaros algo.
     Trabajar en la BIT implica, en la mayoría de los casos, mucho contacto internacional. En mi área, la lucha contra la explotación sexual de menores, el esfuerzo es conjunto y mundial: todos remamos en la misma dirección y con un éxito notable (aunque siempre hay lugar para la mejora). Escribir en inglés a diario, hablarlo a menudo y, de vez en cuando, un viaje a algún lugar como Alemania, Canadá, Francia, Holanda o Finlandia, por citar solo algunos de los que he recorrido por motivos profesionales. En ellos he estado con compañeros de todo el mundo y he aprendido mucho de sus formas y maneras.
         Salvo casos muy excepcionales (como dos tenientes coroneles, ambos mujer, de la Policía de la Moral iraní, que no se juntaban ni un poquito con los occidentales), hay un gran espíritu de simpatía en el que te das cuenta que las personas, después de todo, son bastante parecidas en todo el mundo, con aficiones, gustos y costumbres bastante intercambiables.
         De lo que me apetece hablar, no obstante, son los estereotipos (como todos, equivocados) que he encontrado juntándome aquí y allá. Como los “vikingos” (daneses, noruegos y suecos) que a cada ocasión se junta entre sí y, hablando cada uno su lengua, se entienden bastante, mejor que nosotros con portugueses e italianos, al parecer.
         En cambio, si ves a un grupo de personas mirándose a la cara en silencio, quietos en una esquina o paseando… sin duda son finlandeses. He llegado a creer que son telépatas. De verdad, qué gente más callada.
         Viajar te quita muchos mitos, como lo de que los nórdicos sean fríos hasta en el saludo. Para nada. Daneses, holandeses, franceses y muchos otros se abrazan cuando se ven o se despiden sin tener una especial relación, con muchos golpes en la espalda, al estilo varonil… porque los besos en la mejilla cuando hay mujeres implicadas también es corriente. Solo cambia la cantidad: dos entre francesas e italianas y tres para alemanas, holandesas y danesas. Las estadounidenses, por su parte, son más distantes, bien es cierto. Son de dar la mano y, por cierto, de las pocas que las dan con energía suficiente.
         Una de las costumbres más molestas que encontré en Canadá (en la zona de Quebec, no tanto en Ontario) es la de la gente en general (no policías) de caminar muuuy pegaditos unos a otros. Me da la sensación de que me intentan robar (o, al menos, soplar en la nuca). Claro que en el Norte en general (tanto de América como de Europa) la gente deja la cartera y el móvil encima de la mesa y no pasa nada… La sensación de inseguridad subjetiva es muy inferior a la que tenemos por aquí.
         Eso sí, la forma de actuar en los operativos varía muuucho de país en país. Esos que nos ponen a caer de un burro se llevarían un chasco al saber que en Reino Unido, por ejemplo, puedes acabar en el calabozo y condenado solo por faltarle un poco al respeto a un agente de la ley… y no te digo ya en Estados Unidos donde, además, son bastante contundentes. En general, en casi todo nuestro entorno, el respeto a la Policía es superior que en España.
         También tiene que ver con la idiosincrasia de cada lugar. En Montreal nos libramos de una multa por cruzar un semáforo de peatones en rojo por ser extranjeros, pero el chorreo de la oronda agente nos cayó. Yo hice lo que mejor se me da: agachar la cabeza y poner cara de bueno. Al poco, un tipo intentó robar a una señora y los dos primeros ciudadanos que pasaron, que ni siquiera se conocían entre sí, lo placaron hasta que llegaron los uniformados. Aún tengo que ver eso en España.
         Y a la hora de ser estrictos sin más, los alemanes se llevan la palma. En una pequeña ciudad alemana, cruzada por una carretera casi siempre vacía y de perfecta visibilidad, hay un semáforo. El autobús tiene una parada justo delante. En una ocasión, cuando estuve allí, había un nombre nerviosísimo porque se le escapaba el transporte y la luz estaba roja. Aunque no venía nadie, era incapaz de cruzar. Los hispanos llegamos y le adelantamos como si allí no hubiera impedimento alguno. Por su mirada, le costó entender que era físicamente posible cruzar la vía de esa manera. A los pocos días empezaron a hacerlo todos. Lo llamaban “cruzar a la española”, aunque también portugueses, italianos, griegos y franceses lo hicieran.
         ¿Y los españoles? ¿Cómo nos ven los demás? Pues principalmente, que solo nos relacionamos entre nosotros. Francamente, razón no les falta. Será por el escaso dominio del inglés que solemos tener, será porque somos gregarios como ovejas, pero no falla: si hay siquiera dos españoles entre ocho, empezarán a hablar en su idioma haciendo el vacío a los demás.
         Eso se podría atribuir también a los italianos, aunque la última vez que estuve junto a dos, no se hablaban entre sí y uno se juntó a los holandeses (más bien a las holandesas) y el otro se vino con nosotros.

         Y me queda hablar de Angola, donde pasé tres inolvidables semanas, pero eso es largo y lo dejo para otra entrada más adelante.