domingo, 26 de octubre de 2014

Viaje por un mundo post-apocalíptico #historiaspoliciales

Esto de ser policía tiene a veces algo de aventura. Pocas, gracias al cielo, pero de vez en cuando alguna hay. Una de ellas fue lo más parecido a un mundo post-apocalíptico que he vivido y que lo único que lamento, ahora que han pasado ya algunos años, es no haberlo grabado en vídeo.
         Teníamos que ir a Figueras, a realizar una de nuestras investigaciones. Dado que salíamos desde Madrid, el viaje estaba estimado en unas 7 horas. Era el 8 de marzo de 2010. Las noticias por la radio avisaban que el clima no estaba precisamente propicio. Aun así, continuamos viaje. Después de todo, los malos no esperan.
         Repostamos en la última gasolinera de Repsol (el convenio policial es solo con esa empresa), a la salida de Zaragoza, antes de entrar en la AP2. Compramos algunas provisiones por lo que pudiera pasar. Si las cosas se ponían mal, al menos tendríamos algo que echarnos al coleto.
         Entramos en la provincia de Lérida a eso de las 18:30 horas. Hasta la frontera con Huesca lucía un sol espléndido. En cuanto pisamos Cataluña y se desató el infierno blanco. Al poco, las señales de tráfico estaban tapadas por la nieve, que caí­a racheada e intensa. Fuimos viendo cómo los coches se paraban en el arcén (¡craso error!) y a los camiones los iban conduciendo a áreas de descanso. Los letreros luminosos avisaban que las carreteras ya estaban cortadas, que nos volviéramos o buscásemos alojamiento por la zona. Por cierto, no estarí­a de más que se estirasen un poco y pusieran los avisos en español también, porque aunque el catalán se entiende casi todo, siempre hay algo que te pierdes... y cuando es un anuncio de seguridad, te puede costar la vida la tonterí­a.
         Hubo tramos en que no pasábamos de 60 km/h mientras las cosas se poní­an peor y peor. Ya hacia el final de la provincia y en un buen trecho de la de Barcelona la situación mejoró y oscilaba entre lluvia y firme seco.
         Todo cambió en las proximidades de la ciudad, cuando tení­amos que cambiar de la AP2 y a la AP7. Cientos de miles de coches atascándolo todo en medio de una ventisca acompañada de nieve. Los avisos de carreteras cortadas se multiplicaban. La radio ya hablaba de que miles de camioneros habí­an sido abandonados a su suerte por la Generalitat en La Junquera, y los dueños de los bares los echaban con cajas destempladas. Sólo encontraron la solidaridad de la gente del pueblo, que les dio un cobijo finalmente en el pabellón municipal. Si no, habría habido muertos con toda seguridad. ¡Y nosotros querí­amos llegar a tan sólo 20 km de ese lugar! ¿Lo conseguirí­amos? Los compañeros del Cuerpo Nacional de Policía en Figueras ya nos avisaron que la cosa estaba dificililla. Que si í­bamos a llegar de verdad. Y nosotros (yo soy aragonés y el compañero madrileño), que sí­, que por nuestros huevos. "Vale, vale. ¿Nos jugamos algo?" Nos decí­an...
         Poco a poco fuimos dejando atrás el cinturón de Barcelona y nos adentrábamos en la AP7, camino de la provincia de Gerona. Avanzábamos lentos pero al menos nos movíamos hasta que a la altura de La Roca definitivamente nos echaron. Medio metro de nieve se amontonaba en la autopista, desierta por completo. Las quitanieves hací­an lo que podí­an en las carreteras secundarias adyacentes, aunque el clima se lo quería poner difícil. Luego nos enteramos: En la AP7 habí­a caí­do un cable de alta tensión y era imposible pasar por ahí­ hasta que los operarios de la Red Eléctrica garantizasen la seguridad. De hecho, pilló a una ambulancia y la dejó bastante hecha fosfatina.
         Tuvimos allí el primer encuentro con los Mozos de Escuadra, que nos indicaron que debíamos pasar la noche en el Polideportivo habilitado de La Roca. Nosotros, empeñados en seguir, les preguntamos si se puede llegar hasta Gerona. Ni hablar de Figueras, que seguro que nos llevan al manicomio más cercano. Nuestro vehí­culo es un Renault Megane camuflado, por lo que nadie sabí­a que éramos dos maderos lanzados a la aventura. Gracias a ese coche, todo hay que decirlo, pudimos llegar. Su centro de gravedad bajo, sus ruedas anchas y su consumo equivalente al de un mechero hicieron el milagro. Porque la cosa se iba a poner chunga. Pero chunga de cojones.
         Total, que tras una hora parados, más o menos, un mozo de escuadra muy amable nos indica un camino que podría estar abierto por Sils y otros pueblecitos de la zona que no tení­a que ver con la C25 que cogí­an casi todos, sin preguntar, y que estaba tan atascada como las demás. Una opción es mejor que ninguna, así que hacia allá nos lanzamos.
         Empezamos a ver las señales de la catástrofe (las que me habría gustado grabar): camiones vencidos en las cunetas, coches abandonados en los arcenes y medianas, algunos de ellos, incluso, con las puertas abiertas. Nosotros seguí­amos entre la nieve, procurando seguir las rutas que los quitanieves habí­an dejado en el suelo, cuando éstas eran visibles. Ya no nevaba, pero las zonas más apelmazadas se estaban convirtiendo en el más peligroso hielo. A todo esto, nosotros, por supuesto, sin cadenas.
         Pasando por pueblos sin luz y silenciosos (el corte eléctrico duraría varios días), que lo mismo podrían estar abandonados, llegamos a las afueras de Gerona. Por el camino habí­amos visto las luces azules de la Policí­a Autonómica a lo lejos, cortando casi todas las carreteras menos la nuestra. ¿Quizá sí lo estaba y no lo sabí­amos? Vimos que los accesos de la AP7 a la ciudad seguían bloqueados, así­ que nos dirigimos hacia la N2. Ya estábamos en el entorno de la ciudad y parecí­amos los únicos seres vivos; más aún, los únicos motorizados. La gente habí­a salido de sus vehí­culos donde allí donde se habí­an parado, tras deslizarse por el firme: en mitad de la ví­a, ocupando dos carriles o uno, o en la cuneta Los camiones, con su gran longitud, eran a veces muy difíciles de adelantar. Y no habí­a nadie. Los dueños habí­an dejado así­ sus coches. Abandonados. Del todo. De todas las clases: Audis nuevecitos, Pandas de 1979... Como en un ataque nuclear. O zombi.
         Cogimos la N2, que no parecí­a cortada (o nadie lo indicaba). La sensación de irrealidad catastrófica se acentuó. Cada vez más y más vehí­culos habí­an quedado donde Dios les daba a entender, a lo que se sumaban árboles y ramas desgajados que obstaculizaban la carretera. En muchas zonas sólo quedaba un carril hábil para los dos sentidos. No habí­a mucho riesgo; primero, porque apenas podí­amos superar los 40 o 50 Km/h en muchos tramos; después, porque éramos los únicos en cientos y cientos de kilómetros a la redonda. Ni una luz en la carretera ni en los pueblos cercanos. Con el cielo encapotado, ni siquiera había luna. El Megane desplegaba todo el poderí­o de sus focos para tratar de contrarrestar en algo la impenetrable oscuridad.
         Así­, cautelosos en mitad de ese escenario de Guerra Mundial Z por fin llegamos a la civilización a unos 15 km de Figueras. ¡Seres vivos! ¡Camiones en marcha! ¡Coches con el motor funcionando! Aunque todos parados, hasta los quitanieves. Un par de voluntariosos muchachos de la Red Nacional de Carreteras intentaban organizar el tema y saber qué pasaba más adelante. Los Mozos de Escuadra no aparecieron hasta dos horas después. Eran las dos y cuarto de la mañana cuando nos enteramos de lo que habí­a pasado: dos camiones cruzados habí­an bloqueado por completo la ruta.
         A las dos y media volvimos a rodar, renqueantes y en caravana. Por fortuna, el desví­o a Figueras estaba próximo y por él fuimos, rumbo a nuestro destino. Las farolas de la calle alumbraban (¡por fin!), pero ni un alma en las calles, llenas de nieve. En la carretera de acceso, de nuevo coches abandonados a su suerte donde habían caído. No supimos qué fue de todos los ocupantes de tantos y tantos automóviles perdidos.
         Por fin llegamos al hotel, ambos vivos, gracias en parte a que repostamos en Zaragoza y compramos provisiones de emergencia (chocolate, galletas, magdalenas, zumos y batidos...). Si no, seguramente uno habrí­a matado al otro para comérselo en algún momento de la excursión. El hambre es lo que tiene, que es muy malo.

         Tras dieciocho horas de viaje llegamos a las 3 AM al hotel. Cerrado. Tras golpear los cristales, se asomó el recepcionista nocturno para decirnos que ¡¡no quedan habitaciones!! Ante nuestro gesto de más que visible enfado (y que debió ver nuestras pistolas entre la ropa, que no estábamos para muchas filigranas de camuflaje) recordó que había dos reservas hechas por la Comisaría cuyos ocupantes aún no habían llegado. Tras completar las formalidades, pudimos dormir calientes... poco rato, porque al dí­a siguiente tocaba trabajar, claro, que para eso habí­amos ido.

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