Para trabajar todos tenemos que
aprender. Ser policía no es sencillo: tiene unos requisitos previos exigentes,
que incluye desde un título escolar —el requisito más sencillo— a unas
condiciones anatómicas y médicas óptimas y hasta tener varios carnets de
conducir; hay que estudiar mucho para superar una oposición que en absoluto es sencilla
que, además, incluye pruebas físicas, psicotécnicas, psicológicas y hasta de
ortografía e idiomas. También test de consumo de drogas y de enfermedades
infecciosas.
Después
hay que superar un curso formativo de un año en la Escuela General de Policía
en Ávila. Del desempeño en el mismo no solo va a depender el puesto al que
puedas optar (dado que se elige por riguroso orden de nota), sino si vas a
seguir adelante en el proceso: varias personas suspenden todos los años.
Si
también lo superas, te queda un año de prácticas en el que se actúa como agente
de la ley, siempre de la mano de un veterano. La posibilidad de hacer una
tontería —o incluso de tener mala suerte— y acabar fuera de la corporación es
alta. Cada día es un examen.
Si
consigues superarlo, por fin, juras el cargo y eres funcionario de carrera. A
partir de ahí las cosas son un poco más fáciles, aunque un buen profesional nunca
se deja de aprender. Yo he tenido dos grandes maestros. Uno fue un subinspector
del que ya he hablado. Solo estuve a su lado dos meses al principio de mi
trayectoria y, aún así, aprendí mucho sobre la condición humana. No menciono su
nombre porque no le he pedido permiso para ello y hace muchos años que no
hablamos (que me enseñase no quiere decir que fuera mi amigo).
El
otro era inspector cuando entré en la BIT. Hoy ha ascendido a inspector-jefe y
está al cargo de la Sección de Protección al Menor, Luis García Pascual. Con él
he pasado diez largos años de investigaciones sencillas y complicadas, de
detenciones, de juicios, de viajes nacionales e internacionales. A él sí puedo
llamarlo, con orgullo, mi amigo.
Recupero
para el blog un mensaje que publiqué hace ya un año y medio en Facebook y que
resume alguna de las lecciones más valiosas que me ha enseñado (aunque unas
cuentas las traía ya aprendidas por simple ética):
1)
La violencia se usa cuando hace falta: cuando alguien la va a usar contra terceros, contra ti o contra sí mismo, para impedírselo. No se agrede nunca a un detenido esposado.
2)
No te empeñes en acusar contra viento y marea a quien tú crees culpable.
Encuentre las pruebas y preséntalas. Si no las tienes, admite que ha sido más
listo que tú... o que quizá no sea tan culpable como piensas.
3)
Las 72 horas de detención son un tope, no una regla. Haz las diligencias en el
tiempo más breve posible y pasa al detenido a disposición judicial o ponlo en
libertad. No eres juez. No decides sobre la libertad de las personas. Si
piensas "eso es todo lo que se va a llevar" es que no estás haciendo
bien tu trabajo.
4)
Cuando hay un delito sin resolver que implica gente en peligro, no hay horarios
ni familia ni traba alguna que te impida cumplir con tu obligación de
rescatarla.
5)
Tienes muchos recursos a tu disposición: úsalos sabiamente pero no dejes
ninguno sin tocar que te pueda ser útil.
6)
Intenta ponerte en el lugar del otro siempre que puedas, tanto para entenderlo
como para descubrirlo.
Así
es como nos comportamos en este trabajo. Mucho más prosaico, menos llamativo
que las películas. Alejado de los tópicos que algunos asumen como reales en la
Policía. Y funciona. Cada día.
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