Ya
disculparéis que me ponga tan escatológico con el título, pero es que la
ocasión lo requiere.
Llevaba
tan solo un par de años trabajando en la BIT cuando llegó un "envío
especial". Algún iluminado, quizá no muy versado en los insondables
misterios de la informática, había decidido imprimir
y pegar en un álbum de fotos una notable cantidad de imágenes de abusos a
menores que había descargado de Internet. Se ve que su obra no le había acabado
de satisfacer (o bien le entró miedo al saber que era un delito, por más que le
gustasen) y decidió deshacerse de él.
Me
lo imagino en casa, en gesto pensativo, golpeando con la yema de los dedos su
incómoda colección y decidiendo que tirarlo, sin más, a la basura, podría
causarle algún problema extra. Después se le debió ocurrir romperlo a trocitos.
De esa forma se podría librar con mayor facilidad... a menos que diera con un
basurero apasionado de los puzzles. Además, las hojas de un cuaderno para
fotografía son duras de verdad. Necesitaría por lo menos unas tijeras de podar.
Demasiado esfuerzo y el resultado no estaba asegurado. ¡Había que pensar algo
más!
Al
fin, se le encendió la lucecita. ¿Y si lo tiraba a la balsa de purines del
pueblo? ¡Nadie en su sano juicio iba a revolver en mierda fermentada de
gorrino! Así que, satisfecho con su brillante idea, realizó el paseo, el afortunado
lanzamiento (ptchof) y volvió a
hundirse en el anonimato del que jamás saldría. Y ya, ¿no?
Pues
no, claro. Algunos días después, unos empleados de la granja porcina viejo que
algo blanco flotaba entre las deyecciones. A medias preocupados por la
improbable posibilidad de que alguien hubiera caído y muy intrigados en general,
decidieron utilizar los ganchos con mango largo que se tienen para esos
propósitos. No quiero saber cómo hicieron para hojearlo, descubrir lo que era
y, asustados, empaquetarlo bien empaquetadito y remitirlo a la Brigada.
Unos
días después, el bulto estaba delante de mi mesa, ya despidiendo un cierto
tufillo a pesar de las capas de aislante.
—¿Qué
es esto? —le pregunté a mi jefe.
—Lo
han mandado de una granja de cerdos.
—Me
da que embutidos no es...
—Dicen
que es pornografía infantil que han encontrado impresa. Échale un ojo por si
fuera de producción.
Así
que, tijeras y cúter en mano me puse a abrir el regalo... hasta que la
perfumada realidad se abrió paso.
—Jefe,
que esto es mierda...
—Sí,
nuestro trabajo suele serlo... ¡por Dios! ¿A qué huele?
—Pues
eso, que es mierda, literal. De cerdo. Y fermentada. Las imágenes no las he
repasado en profundidad —y con guantes de látex—, pero las que he visto son
descargadas. Nada nuevo.
—¡Saca
esto de aquí, que contaminas el edificio entero!
—¿A
dónde?
Nos
miramos los dos. Nos miramos, de hecho, toda la sección.
—¿A
la basura? —propuso una.
—Claro,
para que la vea alguien y lo vuelva a mandar aquí —respondió otro.
—Pues
la destructora de documentos queda descartada. O eso, o la tiramos después
—añadió un tercero.
Solo
había una forma útil de acabar con ello y me llevaba rondando la cabeza un
ratito:
—¿Y
si la quemamos? ¡De las cenizas no se recupera nada!
Un
murmullo de asentimiento general y luego la pregunta inevitable:
—¿Dónde?
—Dentro
del edificio descartado. Además —miramos el paquete con disgusto—, habrá que
hacerlo rápido.
—¿Dónde
hay un bidón metálico cuando se le necesita? —se quejó un compañero.
—A
grandes males, grandes remedios —continué—. La entrada al edificio es de
cemento. Lo hacemos en el suelo y luego barremos los restos. Asunto
solucionado.
—Vale,
pero te encargas tú —me ordenó en inspector.
—¡Sin
problema!
Así
que para allí fui, con algunas tiras de papel de la picadora de papel y un
mechero... Mi primer miedo fue que no prendiera, pero mi experiencia rural y de
campamentos me había enseñado lo suficiente: si algo ha de quemarse, lo
haría... Y así fue, con una pequeña pega: lo hacía muy despacio. Cada persona que entraba o salía se me quedaba
mirando. Algunos alucinaban más, otros menos.
—¡Que
no te vean las de la limpieza! —me advirtió un subinspector con barbas que yo
no conocía.
—Existen
destructoras de documentos —le comentó a su acompañante un señor que bigote con
cara de mandamás, con toda la intención de que yo lo oyese.
Pensé
contestarle algo, aunque finalmente se impuso la prudencia.
El
tiempo pasaba y aquello no avanzaba. Después de media hora salió otro policía
de la brigada a interesarse.
—Aquí
seguimos —le comenté—. Se va quemando, pero va para largo.
Suspiró
y se marchó hacia el contenedor de basura más cercano. Ahí encontró un palo
largo y resistente y volvió resuelto. Separó las enmerdadas hojas y, con el
aporte extra de oxígeno al interior, en menos de cinco minutos todo había
acabado. Luego, con escoba, badil y una bolsa de plástico intentamos dejarlo lo
más decente posible...
Si
bien las limpiadoras nunca nos abroncaron, aún hoy, si te fijas, a la derecha
de la puerta del edificio en que estábamos, se ve un cerco en el suelo algo más
ennegrecido.
Conseguimos
solucionar un problema inminente y acuciante (hasta de salud pública, si me
apuras) con nuestros propios recursos y de forma eficaz. Eso también es parte
del trabajo, de ser policía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario