domingo, 7 de diciembre de 2014

A veces se trabaja con auténtica mierda #Historiaspoliciales

         Ya disculparéis que me ponga tan escatológico con el título, pero es que la ocasión lo requiere.
         Llevaba tan solo un par de años trabajando en la BIT cuando llegó un "envío especial". Algún iluminado, quizá no muy versado en los insondables misterios de la informática, había decidido imprimir y pegar en un álbum de fotos una notable cantidad de imágenes de abusos a menores que había descargado de Internet. Se ve que su obra no le había acabado de satisfacer (o bien le entró miedo al saber que era un delito, por más que le gustasen) y decidió deshacerse de él.
         Me lo imagino en casa, en gesto pensativo, golpeando con la yema de los dedos su incómoda colección y decidiendo que tirarlo, sin más, a la basura, podría causarle algún problema extra. Después se le debió ocurrir romperlo a trocitos. De esa forma se podría librar con mayor facilidad... a menos que diera con un basurero apasionado de los puzzles. Además, las hojas de un cuaderno para fotografía son duras de verdad. Necesitaría por lo menos unas tijeras de podar. Demasiado esfuerzo y el resultado no estaba asegurado. ¡Había que pensar algo más!
         Al fin, se le encendió la lucecita. ¿Y si lo tiraba a la balsa de purines del pueblo? ¡Nadie en su sano juicio iba a revolver en mierda fermentada de gorrino! Así que, satisfecho con su brillante idea, realizó el paseo, el afortunado lanzamiento (ptchof) y volvió a hundirse en el anonimato del que jamás saldría. Y ya, ¿no?
         Pues no, claro. Algunos días después, unos empleados de la granja porcina viejo que algo blanco flotaba entre las deyecciones. A medias preocupados por la improbable posibilidad de que alguien hubiera caído y muy intrigados en general, decidieron utilizar los ganchos con mango largo que se tienen para esos propósitos. No quiero saber cómo hicieron para hojearlo, descubrir lo que era y, asustados, empaquetarlo bien empaquetadito y remitirlo a la Brigada.
         Unos días después, el bulto estaba delante de mi mesa, ya despidiendo un cierto tufillo a pesar de las capas de aislante.
         —¿Qué es esto? —le pregunté a mi jefe.
         —Lo han mandado de una granja de cerdos.
         —Me da que embutidos no es...
         —Dicen que es pornografía infantil que han encontrado impresa. Échale un ojo por si fuera de producción.
         Así que, tijeras y cúter en mano me puse a abrir el regalo... hasta que la perfumada realidad se abrió paso.
         —Jefe, que esto es mierda...
         —Sí, nuestro trabajo suele serlo... ¡por Dios! ¿A qué huele?
         —Pues eso, que es mierda, literal. De cerdo. Y fermentada. Las imágenes no las he repasado en profundidad —y con guantes de látex—, pero las que he visto son descargadas. Nada nuevo.
         —¡Saca esto de aquí, que contaminas el edificio entero!
         —¿A dónde?
         Nos miramos los dos. Nos miramos, de hecho, toda la sección.
         —¿A la basura? —propuso una.
         —Claro, para que la vea alguien y lo vuelva a mandar aquí —respondió otro.
         —Pues la destructora de documentos queda descartada. O eso, o la tiramos después —añadió un tercero.
         Solo había una forma útil de acabar con ello y me llevaba rondando la cabeza un ratito:
         —¿Y si la quemamos? ¡De las cenizas no se recupera nada!
         Un murmullo de asentimiento general y luego la pregunta inevitable:
         —¿Dónde?
         —Dentro del edificio descartado. Además —miramos el paquete con disgusto—, habrá que hacerlo rápido.
         —¿Dónde hay un bidón metálico cuando se le necesita? —se quejó un compañero.
         —A grandes males, grandes remedios —continué—. La entrada al edificio es de cemento. Lo hacemos en el suelo y luego barremos los restos. Asunto solucionado.
         —Vale, pero te encargas tú —me ordenó en inspector.
         —¡Sin problema!
         Así que para allí fui, con algunas tiras de papel de la picadora de papel y un mechero... Mi primer miedo fue que no prendiera, pero mi experiencia rural y de campamentos me había enseñado lo suficiente: si algo ha de quemarse, lo haría... Y así fue, con una pequeña pega: lo hacía muy despacio. Cada persona que entraba o salía se me quedaba mirando. Algunos alucinaban más, otros menos.
         —¡Que no te vean las de la limpieza! —me advirtió un subinspector con barbas que yo no conocía.
         —Existen destructoras de documentos —le comentó a su acompañante un señor que bigote con cara de mandamás, con toda la intención de que yo lo oyese.
         Pensé contestarle algo, aunque finalmente se impuso la prudencia.
         El tiempo pasaba y aquello no avanzaba. Después de media hora salió otro policía de la brigada a interesarse.
         —Aquí seguimos —le comenté—. Se va quemando, pero va para largo.
         Suspiró y se marchó hacia el contenedor de basura más cercano. Ahí encontró un palo largo y resistente y volvió resuelto. Separó las enmerdadas hojas y, con el aporte extra de oxígeno al interior, en menos de cinco minutos todo había acabado. Luego, con escoba, badil y una bolsa de plástico intentamos dejarlo lo más decente posible...
         Si bien las limpiadoras nunca nos abroncaron, aún hoy, si te fijas, a la derecha de la puerta del edificio en que estábamos, se ve un cerco en el suelo algo más ennegrecido.

         Conseguimos solucionar un problema inminente y acuciante (hasta de salud pública, si me apuras) con nuestros propios recursos y de forma eficaz. Eso también es parte del trabajo, de ser policía.

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