domingo, 31 de agosto de 2014

Los ancianos terminan antes

         En la dureza de nuestro trabajo debemos encontrar algo que nos desahogue, que permita liberar una tensión que de otra manera haría casi insoportable trabajar con los abusos sexuales a menores. Por eso desarrollamos un peculiar humor que tal vez, fuera del contexto, no haga ni puñetera gracia. Esta anécdota de hoy nos ha hecho dar grandes carcajadas al recordarla. Vosotros diréis si también es graciosa vista desde fuera.
         Era un registro más, buscando pornografía infantil, de esos que hacemos muchas decenas al año. Desde la casa objetivo se habían realizado múltiples descargas y envíos de archivos ilegales durante varios meses. En cualquier caso no había ninguna duda, por lo que el juzgado nos dio el oportuno mandamiento de entrada. Hasta que no se ejecutase no podríamos saber quién de los moradores iba a acabar detenido.
         La experiencia en estos casos nos indica, más o menos, por dónde suelen ir los tiros: el consumidor de vídeos de abusos a niños suele ser un chaval entre 15 y 25 años como primera opción. La segunda, el padre de familia, con entre 35 y 50 años. Las personas mayores, por su poca relación con la informática y un menor deseo sexual, raramente son los responsables. A ver, entre los ancianos hay tantos pedófilos como entre el resto de la sociedad, pero, en primer lugar, no suelen recurrir a Internet para satisfacer sus ansias y, en segundo, esas ansias acuden mucho más espaciadas que a un adolescente con la hormona disparada.
         Para más inri, nuestro principal objetivo, un hombre de 30 años, tenía billetes para Tailandia, uno de los paraísos del turismo sexual con menores. Con esos indicios entramos aquella mañana en la casa. El presunto viajero se quedó con los ojos como platos y nos dio acceso sin pegas a todos sus equipos. No había nada reseñable.
         —Precisamente me iba con mi novia a Tailandia hoy. ¿Creen que podré llegar a tiempo?
         —Depende —fue nuestra respuesta.
         Aún no lo sabíamos: podría estar detenido, podría acabar en prisión... demasiadas posibilidades. Lo de hacer el viaje con una señorita, por otro lado, tiraba por tierra la teoría del turista sexual. Extraño.
         Mientras tanto, el registro continuaba y seguíamos sin encontrar un solo indicio de lo buscado. El compañero que estaba examinando los ordenadores acabó por encogerse de hombros.
         —Aquí no hay nada. Ni siquiera está instalado el programa que usa para compartir los archivos.
         La jefa llamó a la base. Nos confirmaron que, en ese mismo instante, se seguía emitiendo pornografía infantil desde el domicilio.
         —¿Hay algún ordenador más en la casa? —le pregunté al todavía anonadado morador.
         —No... Bueno sí, el portátil de mi abuelo, aunque tiene ochenta años... no creo que...
         —¡Vamos a comprobarlo!
         El buen señor estaba en una biblioteca impresionante, de las que salen en las películas de misterio, sentado en un butacón con el portátil sobre las piernas.
         —Abuelo, estas personas son policías y...
         —Ya, ya... ¿qué? ¿venís por lo de los niños?
         —¡Abuelo!
         El señor se limitó a encogerse de hombros.
         —Si quieres, les digo donde están y vamos ganando tiempo y tal...
         —Si es tan amable...
         Cogí el equipo y, en menos de un minuto, encontré los vídeos. Algunos de ellos eran exactamente los que habíamos detectado y fueron los que elegimos para reproducir. Nada más empezar el primero, la secretaria judicial pidió que lo parase:
         —Ya vale. No es necesario llegar hasta el final.
         Naturalmente se refería a que las imágenes eran muy duras y, sin ser estrictamente necesario, no veía la necesidad de tragárselas enteras: ya podía dar fe de lo que se veía en ellas.
         —Ya, ya... —saltó el viejo—. Si yo tampoco los veo hasta el final. Acabo antes, ¿saben?
         Acompañó sus palabras de un significativo guiño de ojo. Picaruelo, el bribón.
         —¡Pero abuelo, por Dios!
         —¿Acaba de contarnos sus hábitos masturbatorios o solo me lo ha parecido? —me susurró un compañero.
         —Lo ha hecho, lo ha hecho... —le respondí, en el mismo tono.
         El nieto no sabía dónde meterse, la secretaria le miraba con una cara de asco que no se molestaba en disimular y yo pensaba que el tipejo no tenía ni idea del lío en el que se estaba metiendo. Quizá pensase que, a su edad, lo mismo le daba ocho que ochenta. Lo cierto es que un delito es un delito y la Policía actúa.
         —Ah, pero ¿me van a detener? ¿Por eso? ¡Si estoy ya jubilado y todo, oigan!
         —Sí, sí... Lo que usted quiera. Ya se lo contará al juez.
         El señor vino con nosotros muy indignado.
         —¡Qué falta de respeto a sus mayores! —me lanzó, ya en el coche.
         No soy yo de responder a los detenidos. Otra persona le habría respondido que quizá la falta de respeto era la suya hacia los niños.
         El caso es que al final le fastidió el viaje al nieto que, aunque hubiera podido hacerlo (nosotros no teníamos nada con él), eligió quedarse por si su yayo necesitaba algo.

         Por fin, cuando terminamos el atestado y pudimos hablar, reaccionamos todos y nos empezamos a creer eso que, hasta el momento, no nos ha vuelto a pasar y esperamos que así sea: que un detenido nos cuente cómo le da al manubrio.

domingo, 24 de agosto de 2014

El comemierdas

      Hay días que este trabajo te deja con la boca abierta, sin más. Cualquier policía ha vivido un millar de historias que, a quien no sabe del tema, como mínimo le llaman la atención. La mayoría se las guardan; yo intento iluminaros un poquito, que no todo es épico y peliculero. De hecho, casi nada lo es. Gracias a Dios, añadiría.
      Por aquel entonces estaba destinado en Seguridad Ciudadana. Recorría mi distrito de madrugada. Era fin de semana, los peores días para trabajar de noche: peleas de borrachos, conflictos, robos... Cuando ocurrió ya amanecía y la cosa se había tranquilizado hasta el punto del aburrimiento, el peor enemigo del patrullero cansado.
     Enfilábamos una zona residencial y mi compañero vio a alguien que le llamó la atención: un chaval en chándal, de unos veinte años que, al reparar en la presencia del zeta ocultó una bolsa de plástico que llevaba en la mano. Pensamos que podría ser droga y, necesitados de un revulsivo que nos espabilara un poco, nos dirigimos hacia él. Bajamos del vehículo y le dimos el alto. El tipo, mientras tanto, se había dedicado a coger trozos de la sustancia que llevaba y metérselas en la boca, masticarlas y deglutirlas. Vamos, lo que viene siendo comer de toda la vida... Su mirada huidiza y su actitud que, ante nuestra presencia, se refugió en un portal, nos mostró a las claras que ahí pasaba algo raro.
         —Buenas noches. ¿Qué llevas ahí? —le preguntó el veterano que iba conmigo.
        —Nada, señor agente. Son vitaminas y proteínas, ya sabe... para el deporte y eso.
         —A ver, déjamelo ver...
        Es habitual que los camellos y adictos intenten engañar a la Policía y, desde luego, el tipo ocultaba algo...
         —¡Joder! —exclamó mi compañero—. ¡Anda, tira, tira! ¡Lárgate!
       El individuo se apresuró a obedecer, casi a la carrera, mientras seguía cogiendo trocitos de la sustancia para comerlos.
         —¿No le tomamos los datos ni nada? —pregunté, extrañado.
         —¡Quita, quita! No lo quiero tener cerca. ¡Por Dios, por Dios!
      Mi función había sido dar seguridad, por lo que había estado un par de pasos retrasado y en otro ángulo, de manera que me perdí los detalles más íntimos de la intervención.
         —¿Qué es lo que había en la bolsa?
       —¡Mierda! ¿Te lo puedes creer? ¡Mierda! ¡El muy gilipollas iba comiéndose un zurullo del tamaño de mi antebrazo!
         —¿Humano o de perro?
         —¡Vete a tomar por el culo tú también!
      Allí nos partimos de risa los dos un buen rato antes de volver al coche y a la Comisaría, que el relevo estaba a punto de llegar.

         Hay veces que las cosas no tienen una explicación lógica. La gente es así porque tiene que haber de tó en la viña del Señor.

domingo, 17 de agosto de 2014

El carterista indiscreto

         Al principio de mi carrera, como casi todos los policías, estuve un tiempo destinado en Seguridad Ciudadana. Fue un tiempo breve, más que otros compañeros (algunos hacen toda su carrera en esa difícil especialidad), pero aún así atesoré anécdotas. Unas son bastante duras y alguna hasta desagradable, así que no tendrán cabida en estas líneas. La que os traigo tuvo lugar durante las fiestas locales, que atraían a miles de personas y durante las cuales la ciudad se ponía de bote en bote.
         Me tocó trabajar de paisano en un dispositivo especial para atajar el hurto de carteras, algo habitual en las aglomeraciones que se producían día sí y día también. Un subinspector, verdadero experto en carteristas, nos explicó algunas de las reglas básicas para reconocerlos:
         —Suele ser gente bien vestida, para no llamar la atención en público, con zapatos cómodos por si han de correr. Siempre llevan algo que usan de "muleta", es decir para que no se vean sus manos mientras hurgan en el bolso ajeno. Puede ser un periódico, una chaqueta... cualquier cosa. Veréis que se acercan mucho a su víctima, en ocasiones creando falsos embotellamientos a los que contribuyen sus secuaces, poniéndose por delante del objetivo.
         Después de las lecciones, nos dividimos y nos lanzamos por las calles. A mí me tocó con otro veterano al que no le gustaba demasiado eso de las carteras —pensaba que era perder el tiempo— aunque, como buen profesional, asumió la misión encomendada. A mí, que estaba recién entrado, hasta vigilar a un detenido me parecía apasionante.
         Las primeras horas pasaron sin novedad hasta que nos incrustamos en una procesión. Viéndolos pasar, mi compañero me dio un codazo en las costillas.
         —¡Mira, chaval! ¡Ahí tienes uno!
         —¿Ahí? ¿Dónde? —Yo no veía nada que me llamase la atención, solo mogollón de gente apelotonada. Me faltaban años para coger algo de instinto.
         —¡Ahí delante, cojones! Tú estate aquí y aprende.
         El hombre, con sus cincuenta años cumplidos y paso decidido, se lanzó hacia delante. Entonces lo vi: un tipo de unos cuarenta, más bien bajito y muy calvo, en pleno contacto físico con la dama que le precedía, de buen ver y de unos treinta y cinco, alta y elegante. Como nos habían explicado, con un diario cubría sus manos. Me puse tan nervioso como es de esperar en un nuevo... pero me habían ordenado esperar y esperé.
         El policía se acercó al tipo y, con decisión y cara de triunfo, le arrancó la "muleta". Al instante, el rostro le cambió en una indescriptible mezcla de asco y cabreo. Enrolló el periódico y empezó a golpear con él la entrepierna del tipejo, que se largó corriendo, perseguido por el agente que gritaba "guarro, guarro, ¡si serás guarro!".
         Después de un rato, sofocado e indignado, el veterano, un hombre, además, de profundas convicciones católicas, volvió a mi lado.
         —¿Qué? ¿No hay detenido?
         —¿Detenido? ¡El muy cerdo! Pues no, no hay detenido. ¡Vámonos a Comisaría!
         Y es que el carterista no era tal: era un "rabero", esto es, un abusador sexual que se dedica a frotar su pene con las nalgas de mujeres inadvertidas (lo que llaman, en argot, "arrimar la cebolleta"). El policía se había encontrado con el badajo desnudo del señor en plena excitación... vamos, que casi agarra algo más que papel...
         Esos delitos no existen si no hay denuncia y la buena señora, que de no ser por nosotros no se habría enterado de nada, rechazó ponerla.
         Al final yo me tuve que aguantar la risa, que mi contraparte estaba muy indignado, y nuestro único botín fueron unas hojas viejas de periódico, hasta que se dio cuenta que las llevaba y las tiró a una papelera.

         Unos días más tarde, por contra, el éxito nos sonrió y pillamos a un grupo organizado de carteristas con mucho dinero y tarjetas robadas encima, pero esa es otra historia para otro tipo de blogs...

domingo, 3 de agosto de 2014

La gran familia

         Cada jueves veo la serie Policías en Acción, un programa de telerrealidad que emiten en La Sexta, siguiendo la estela de la celebérrima "Cops" de Estados Unidos. Es un recordatorio de lo mejor que tiene este Cuerpo, lo que me llevó a opositar y a escoger este oficio: servicio al ciudadano y detención del delincuente.
         Luego, por mi formación y mis deseos, he acabado en la BIT, donde soy feliz cada día. Soy una de esas personas afortunadas que "no trabajan", porque hacen exactamente lo que len gusta. Espero que dure mucho, mucho tiempo, porque eso no se paga con dinero.
         Cuando yo empecé en este negocio ya tenía claro lo que me gustaba: Policía Judicial. Investigar el delito, detener a los autores. Además, soy experto en ordenadores (o lo suficientemente experto, al menos) y con conexión a Intenet desde 1995 (lo que me hace uno de los veteranos en España fuera de los académicos). Esas dos cosas juntas me han servido para llevar ya diez años poniendo tras las rejas a algunos de los pederastas más peligrosos y activos de este país (y, en ocasiones, del extranjero).
         En mi trabajo va también una buena dosis de atención al ciudadano, incluso cuando no son víctimas de un delito o la posibilidad de investigarlo es muy escasa. Como dijo el poeta, "los policías viven los cinco peores minutos del resto de ciudadanos". Hemos de tener sensibilidad. Respondemos decenas (a veces cientos) de correos cada día y en cada uno el receptor debe sentirse lo suficientemente bien después de tratar con nosotros. Por supuesto, hay algunas (muy escasas) excepciones: los servicios de emergencias tienden a atraer a personas con problemas mentales (especialmente esquizofrénicos paranoides sin diagnosticar). Con esas personas es muy difícil razonar: están convencidos de que les espían (a menudo, mediante "ondas cerebrales" emitidas por los vecinos, los extraterrestres o los Estados Unidos) y, si no crees su historia, es porque estás del lado "del mal". Es casi imposible convencerles de que vayan a ver a un médico.
         La BIT, más aún la Sección de Protección al Menor, es un sitio especial. No se parece a ningún otro, tampoco a otras unidades de Policía Judicial. Allí, más que trabajadores, somos una gran familia; una muy bien avenida, por cierto. Hay un respeto extraordinario tanto en horizontal como en vertical. La motivación y la moral es muy alta... y los resultados también acompañan. La preparación, además, también es muy alta: estamos al mismo nivel que los países de nuestro entorno, incluso a pesar de tener (alguna vez) menos medios o menos personal: lo sustituimos por nuestra capacidad de trabajo y de adaptación.
         Como os digo, cada día es especial, con una sonrisa desde la mañana y hasta el final. Cuando estamos de operativo ese "final" puede postponerse mucho: de madrugada o quizá tras el siguiente amanecer... pero no importa: la satisfacción del deber cumplido y el saber que todos remamos en la misma dirección nos lleva al cansancio satisfecho.
         Es difícil entender desde fuera en qué consiste esto. Que no vestimos uniforme ni nos pasamos el día delante del ordenador: porque al "malo" hay que ponerlo tras las rejas y eso no se hace por teléfono. Que los rápidos tecleos de las películas no son más que una mal traída mentira, como tantas otras cosas.
una de las mayores gilipolleces vistas en TV

         Además están "los de siempre". Esos que, cada jueves, mientras ven la serie que comentaba al principio de estas líneas, tienen tres únicas frases: "Cuando apaleáis manifestantes no lo sacáis", "cuando os reís en desahucios no lo emitís" y "all cops are bastards" (¿para qué explicar nada?). Hace muchos años ya aprendí que no se puede argumentar con un fanático: solo ven lo que quieren ver. Aún así, invitaría si estuviera en mi mano a cualquiera de ellos a una semana junto a nosotros. Si viniese con la mente abierta, quizá se iría con un concepto diferente de un trabajo fundamental.

         En fin... Tras este interludio, la semana que viene volvemos con anécdotas divertidas, que esa es la idea inicial de este blog.