jueves, 24 de julio de 2014

"En la línea de fuego: la realidad de los enfrentamientos armados". Un libro necesario.

         En apenas unos pocos días desde que me lo compré, me he despachado el libro "En la línea de fuego: la realidad de los enfrentamientos armados" de Ernesto Pérez Vera y Fernando Pérez Pacho. El libro tiene sus virtudes y sus defectos (como veremos a continuación). Ganan las primeras.
         Estamos ante un ensayo, el primero de su tipo en España, en el que se analizan veintidós enfrentamientos armados que han tenido lugar en años recientes entre policías (en un caso, escoltas privados) y delincuentes de diferente pelaje. Dos expertos, un instructor de tiro (que sufrió en sus carnes uno de esos enfrentamientos, lo que ha acabado por llevarle a la jubilación) y un psicólogo. Para ello han llevado a cabo decenas de entrevistas a los protagonistas (afortunadamente todos ellos lo han podido contar, mejor o peor), además de recopilar muchos datos objetivos sobre los incidentes, y han llevado a cabo un riguroso análisis de los resultados.
         La estructura es la siguiente para cada caso: una descripción pormenorizada de lo ocurrido, incluyendo fragmentos de las entrevistas realizadas, después el punto de vista del instructor y, por último, el del psicólogo. De esta manera se cubren los hechos de manera exhaustiva.
         Lo primero que se ha de decir es que es una obra necesaria. Cada Policía o, en general, cada profesional que tenga asignada un arma y la posibilidad de usarla, debería leerlo. Es más: debería subrayarlo y hasta memorizarlo. Aprender, aunque sea de manera teórica (el estrés sólo se puede entender cuando se sufre) lo que representa encontrarse, de repente, peleando por la propia vida. Según se encargan de machacarnos en cada capítulo, en esas situaciones no se va a tener tiempo de enrasar las miras del arma ni siquiera de quitar el seguro. Debido a la propia fisiología humana, las acciones motrices "finas" van a quedar desactivadas. Incluso el cambio de cargador es, en muchos casos, una utopía. He llegado a la conclusión (aunque los autores no lo dicen) de que lo único que vas a hacer bien es aquello que tengas interiorizado, reflejos adquiridos a base de entrenar y entrenar. De ahí que sea tan importante ensayar "en seco" en casa: te puede salvar la vida.
         En la inmensa mayoría de las ocasiones estudiadas el tiroteo ocurre sin previo aviso, sin tener tiempo de prepararse. A menudo, solo la suerte ha ayudado a que la tragedia no sea aún mayor. Cuando se patrullan las calles o, peor aún, cuando se entra a un domicilio extraño, siempre existe la posibilidad de encontrarse bajo el fuego. Los necesarios chalecos de protección balística que tan difícil son de ver en este país (la mayoría de quien los tiene los ha adquirido a sus expensas) deberían ser de dotación común ya... porque las armas existen y se usan contra los policías todos los días.
         Es necesario asimilar que, en la mayoría de los encuentros, los disparos empiezan en menos de un minuto desde el comienzo y casi siempre a bocajarro. Hay que estar muy mentalizado y preparado.
         La lectura ha sido intensa. Es fácil empatizar con los protagonistas y sufrir una cierta tensión nerviosa. Eso lo desaconseja como lectura nocturna (que es la que yo practico): se acaba disipando el sueño.
         En el apartado del "debe" está, sobre todo, el lenguaje empleado. Se nota que es deudor de las diligencias policiales y... bueno, a veces directamente retorcido, hasta sin necesidad. La frase "oyó un 'clic', el sonido de un arma de fuego. Ante esta circunstancia onomatopéyica" me arrancó una carcajada... y se suponía seria. Pero claro...
         Otra pega es la insistencia machacona en ciertos temas: sobrepenetración, habilidades motoras, estrés... Supongo que, de hecho, esa era la intención, aunque me acabó resultando pesadete. En algunas ocasiones, la parte del psicólogo se la ve superflua, escrita por la obligación de decir algo. En otras, no obstante, es fundamental para comprender y aprender.
         También me quejo del precio absurdo del ebook. Si bien los 24 euros del texto impreso son adecuados, que ese mismo sea el precio en electrónico es para dejarte ojiplático. En 2014.
         Por último, una importante reflexión: en todos (¡TODOS!) estos encuentros, a pesar de disparar, a pesar de matar a otras personas, en ocasiones antes incluso de que les disparasen, los actuantes han resultados absueltos y, en la mayoría de casos, incluso se archivaron las actuaciones antes incluso de acabar las diligencias previas.
         Insisto: lectura FUNDAMENTAL para policías y, también, para todos aquellos escritores que quieran contar un tiroteo de manera realista y no como en las películas.

viernes, 18 de julio de 2014

La historia de Ángel Sanz Briz "Las cosas se hacen con el corazón y no se cuentan"


"Las cosas se hacen con el corazón y no se cuentan"

Monumento a Ángel Sanz Briz en Zaragoza

En un país tan dado al olvido como éste no recordamos (como no puede ser de otra manera) la apasionante historia de un zaragozano que se la jugó, y de qué manera, para salvar la vida de 5.200 judíos, cuatro mil más que el famoso Oskar Schindler.

Fotografía de Ángel Sanz Briz de la época

Ángel Sanz Briz, nacido en Zaragoza el 28 de septiembre de 1910, era un franquista convencido, que reverenciaba al dictador español y que luchó con los rebeldes durante la Guerra Civil. Había terminado sus estudios de Derecho y de la Escuela Diplomática.

Con estos antecedentes (y su más que probada fidelidad al régimen) fue destinado como ayudante del Encargado de Negocios de la Legación española en Budapest en 1942.

Recordemos: estamos en plena Segunda Guerra Mundial. La Alemania Nazi y la Unión Soviética se están zurrando de lo lindo por el Este de Europa y la primera no tardaría en empezar a perder terreno. Tanto que, en 1944, invaden Hungría, único país centroeuropeo que hasta entonces se había mantenido más o menos neutral.

Inmediatamente, el gobierno legítimo es reemplazado por uno pro-nazi, y el grupo fascista local, los "Flechas Rojas" logran una hegemonía no solo política, sino también social y paramilitar, colaborando con las fuerzas de ocupación.

Paralelamente, se inicia el mismo esquema de persecución y exterminio de los judíos que ya ocurría en el resto de la zona ocupada, desde Francia hasta Ucrania, quizá aún con mayor virulencia para recuperar el tiempo perdido.

Estos hechos indignan sobremanera a Sanz Briz y a su jefe, Miguel Ángel de Muguiro, que escribieron reiteradamente a Madrid poniendo en conocimiento los hechos que allí estaban ocurriendo.

Ante el silencio cómplice del gobierno de Franco (que era aliado "de facto" de los alemanes, a pesar de su cacareada neutralidad), decidieron actuar por su cuenta. Eran incapaces de soportar los hechos injustos de los que eran testigos y que incluían (según una nota remitida a España el 25 de junio de 1944):

"Los judíos no podrán salir de sus casas más de 2 horas diarias y solamente por razón de actividades públicas o para realizar compras.
Queda prohibido a los judíos comunicarse por las ventanas.
En los refugios, habrá una sala para los judíos y otra separada para los vecinos, preferentemente en el lugar más seguro.
En los tranvías, los judíos solamente podrán ir en el segundo vagón.
Se prohíbe a los vecinos albergar a los judíos."

Los diplomáticos españoles recuperan un antiguo decreto de Primo de Rivera, de 1924 pero en ningún momento derogado, que concede automáticamente la nacionalidad española a todo judío sefardita (de origen español, descendiente de los expulsados por los Reyes Católicos en el siglo XV). El problema es que sefarditas en Hungría había muy, muy pocos. Menos de doscientos.

Muguiro, no obstante, no se deja vencer por esa contrariedad e interviene personalmente para detener un tren con 500 niños rumbo a Polonia, a los campos de exterminio. Sabiendo que iban a ser asesinados en cuanto llegasen, se la juega para conseguir visados para todos y despacharlos a Tánger, entonces bajo jurisdicción española.

Esa acción enfureció de tal manera a los alemanes y a los fascistas húngaros que el hombre fue expulsado del país inmediatamente, quedándose Sanz Briz como jefe de la Oficina... El problema es que estaba tan en el "ajo" como su antecesor.

El zaragozano consigue que el gobierno magiar le autorice a extender doscientos pasaportes con los que autorizar el traslado de los sefardíes, pero eso no era suficiente: entre que no encontraba descendientes de españoles y las injusticias y crueldades que veía hacia los semitas cada vez que salía a la calle, sabía que tenía que actuar de otra manera.

Así, empezó a interpretar de manera creativa el decreto de 1924: primero a los sefarditas. Después, a aquellos que tuvieran algún pariente en la Península. Posteriormente, al que hablase algo de castellano. Al final, a todo el que pudo buscarle alguna conexión, aunque fuera ficticia, con España.

De esta manera, los 200 pasaportes se le quedaron cortos enseguida. ¿Qué podía hacer para estirarlos? Pues, de nuevo, pensar creativamente: lo primero fue hacerlos servir para familias enteras en vez de para individuos. Cuando aún así hacía corto, empezó a crear series, de manera que cada número se podía alargar indefinidamente. Su único cuidado era que ningún pasaporte superase la fatídica segunda centena.

Ejemplo de pasaporte familiar expedido por Sanz Briz

Finalmente, Sanz consiguió un compromiso de su gobierno: los judíos podrían entrar en España, siempre y cuando no se quedasen en ella. El destino de los afortunados acabaría siendo Portugal y, en mayor medida, Argentina. El problema era sacarlos de Budapest, con las comunicaciones comprometidas por la guerra y sin nadie que quisiera hacerse cargo de "escoria judía".

  Naturalmente, los alemanes y los húngaros no eran tontos e intentaban adelantarse a los movimientos de Sanz Briz, robándole a los refugiados por los pelos, entrando en las casas y mandándolos, incluso andando, a los campos de concentración de Austria.

El encargado de negocios, entonces, hizo un movimiento más audaz y más arriesgado: con sus propios ahorros, alquiló siete edificios enteros en el centro de Budapest y los denominó "Anejo de la Legación Española", con grandes carteles en húngaro y alemán. Para rematar, colgó una gigantesca bandera delante de cada uno. Así, se convirtió en "territorio español", a salvo de las razzias de los nazis.

El truco funcionó solo a medias y varias veces, en mitad de la noche, incluso a medio vestir, Sanz Briz tuvo que acudir a toda prisa porque los Flechas Rojas o las SS estaban llevándose a "sus" protegidos. En esas ocasiones, el portero, un no judío empleado de la Legación, le llamaba por teléfono.

Ante el avance de las tropas soviéticas, el 30 de noviembre de 1944, Madrid ordena a Sanz Briz que abandone el país, lo que hace con pesar, alojándose en Berna (Suiza), desde donde siguió alertando del exterminio judío y escribió un informe en el que hacía un minucioso recuento: 5200 personas se habían acogido a su protección.

Sin embargo, en Hungría, en cuanto el joven diplomático cruzó la frontera, entraron a tropel en sus "casas protegidas".
Aquí entra en acción otra persona. Giorgio Perlasca, italiano, veterano de la Guerra Civil y desertor de su Ejército tras su capitulación ante los aliados en 1943.

Giorgio Perlasca

Había trabajado con Briz desde que llegó a Hungría y, hasta que la ciudad fue tomada por la URSS el 16 de enero de 1945, sustituyó y hasta suplantó al español, logrando de esta manera contribuir a la salvación de 5200 inocentes. De ellos, se calcula que solo 200 fueron sefarditas.

Por estos hechos, Sanz Briz jamás recibió reconocimiento alguno en España. Tampoco su antecesor, Miguel Ángel de Muguiro. Perlasca, por su parte, sí fue homenajeado en su país (en el que, causalidades del destino, Sanz Briz fue embajador hasta su fallecimiento en el año 1980).

Cuando la periodista Paloma Gómez Borrero, que había oído a Perlasca elogiar a su antiguo jefe, le preguntó a Sanz Briz por qué nunca había dicho nada, éste, simplemente, respondió "las cosas se hacen con el corazón y no se cuentan".

Este héroe sí que recibió reconocimientos fuera de España. En Israel está nombrado "Justo entre las naciones", el título de más honor que puede recibir un "gentil".

FUENTES:
"Un español frente al Holocausto" -Diego Carcedo. Ed Temas de Hoy, 2000.
Documental "Angel Sanz Briz, el Schindler español", Antena 3 2011 http://www.youtube.com/watch?v=sMsVwSrfyeg
Wikipedia: Angel Sanz Briz
Wikipedia: Georgio Perlasca
Wikipedia: Miguel Ángel de Muguiro


Publicado originalmente por este mismo autor en el blog Semos Así


domingo, 13 de julio de 2014

El día más difícil en la plaza de toros

En estas fechas, con las fiestas de San Fermín en Pamplona, parece que a todo el mundo se le olvida durante unos días la defensa de los animales y la cruel tortura que sufren los toros en las plazas.

         Hoy no vais a encontrar risas en estas líneas, sino una explicación de cómo pasó de gustarme (no entusiasmarme, que nunca lo ha hecho) la tauromaquia hasta el odio visceral que siento hoy... y lo cuento aquí porque sí: también tiene que ver con ser policía.
         De pequeño, de vez en cuando veía las corridas por la tele. Incluso jugábamos "a los toros" con mi hermano, para lo que usábamos una "capa" de un viejo disfraz de Superman. Luego, con los años, uno va pensando en lo que realmente ocurre allí: en que se causan gratuitamente una serie de heridas a un animal herbívoro (que no molesta a nadie en su estado natural). La sangre, el dolor no forman parte de algo edificante, por lo que desterré esa actividad de las preferencias y empecé a decir que "no me gustan los toros, pero que cada cual haga lo que le parezca".
         Luego aprobé la oposición y empecé mis prácticas en Calatayud. Allí, para las fiestas de San Roque me tocó acudir al dispositivo de seguridad de una corrida. Algunos compañeros estaban en la entrada, otros en las gradas... y a mí me asignaron la barrera, a pie de arena, separado tan solo por un burladero y la valla de madera.
         El evento empieza. El primer toro entra, corriendo. Asustado. Buscando refugio o escapatoria. Yo estaba allí. Pude mirarles a los ojos no una, sino seis veces. El pánico que se reflejaba en ellos. Y la gente, enardecida, entusiasmada cada vez que brotaba sangre, protestaba cuando el ensañamiento no era el suficiente.
         El animal no entendía lo que le pasaba, por qué le ocurría eso, con la lengua fuera y la cabeza baja, dado que tenía toda la musculatura destrozada y ya no la podría subir más. Aquellos mugidos terribles cuando entraba la espada eran de dolor, prolongado y agudo. Al final, caído, aún vivo, enganchado a las mulas que se lo llevan del ruedo, directo a despiezar.
         Y los ojos. Siempre los ojos. Esos ojos, por sextuplicado, tan confundidos, tan ignorantes, tan aterrados, son lo que hoy, tantos años después, recuerdo vivamente.
         Ese día tuve una epifanía. Entendí lo que representaba el toreo: psicopatía. Alguien que no solo no es capaz de empatizar con el dolor ajeno, sino que disfruta viéndolo —o incluso causándolo—, no puede ser una buena persona. No hay belleza en ello. No hay espectáculo. No hay nada más que un oscuro negocio y la satisfacción de instintos macabros (quien los tenga).

         Estaba de uniforme, así que tuve que evitar las lágrimas, porque os juro que pugnaban por salir una y otra vez. Aún se me encoje el corazón cuando lo recuerdo. Ese fue uno de los días más difíciles que he tenido que afrontar en esta profesión. Menos mal que no se ha repetido y espero que no lo haga nunca.

martes, 8 de julio de 2014

La triste historia del camello confundido

    Como tantas otras veces, estábamos en la calle, comprobando algunos datos que nos habían dicho. Por ello fuimos a un domicilio madrileño. Estábamos interesados en el inquilino del ático. Para que nos franqueasen la puerta llamamos a la planta baja.
       —¿Quién es? —respondió la cascada voz de un varón joven.
       —Policía. ¿Puede abrirnos, por favor?
         Silencio. Más silencio. El portal que no se abre. Qué raro. Decidimos volver a llamar.
         —¿Sí?
         —Policía. ¿Podría abrirnos, por favor?
         —Sí, sí... claro —sonidos de una cisterna de WC vaciándose una y otra vez—. Ahora mismo.
         Por fin se oye el zumbido del portero automático y logramos acceder. Al poco, naturalmente, estamos llamando a su puerta. La mejor manera de saber sobre un vecino es preguntarle a otro vecino.
         Otro buen rato de espera... y, después, abre una señora tan mayor que parecía más una momia que un ser humano, incapaz apenas de pronunciar. Detrás de ella, un chaval menudo con unas pintas de yoncarra que tiraba de espaldas.
         —¿En qué les puedo ayudar, señores? —alcanza a decir la anciana.
         —Nos gustaría hacerle un par de preguntas... ¿conoce a los vecinos?
         Balbucea una serie de incoherencias ininteligibles. Poco íbamos a sacar: la pobre estaba con pie y medio ya en el otro barrio. Así que mis miradas se dirigen a su "hijo". O lo que fuera.
       —¿Y usted, caballero? ¿Podría decirme algo de los vecinos?
        —No, verá... es que no tengo relación con ellos —contesta, tan nervioso que se trabuca cada dos palabras—. No sé nada. Ni quienes son ni nada...
        En fin. A veces pasan esas cosas. Nos encogemos de hombros y vamos escaleras arriba, a ver si conseguimos hablar con algún otro.
         Una peculiaridad de intentar hablar con alguien a media mañana en un edificio de apartamentos modernos es que, normalmente, no encuentras a nadie. Así, fuimos de piso en piso hasta el ático, donde el vecino de nuestro supuesto objetivo nos abrió la puerta.
        La conversación fue con rapidez al grano y el hombre, que tenía ganas de rajar, no se mordió la lengua. Eso sí, tenía ganas de hablar de otra persona:
        —El señor de enfrente lleva viviendo en los Estados Unidos dos años, así que no creo que sea el que buscan ustedes. Aquí solo viene por vacaciones, apenas unos días... Pero ya que están aquí, déjenme que les hable del desgraciado del bajo: es un camello que vende heroína y otras drogas en el piso de su venerable tía. Día y noche no paran de acudir drogadictos y está convirtiendo la calle en un foco peligroso de marginalidad. Además, por si eso fuera poco, nos amenaza si le decimos algo.
         Superada la sorpresa inicial —admito que, hasta ese momento, no había caído en la cuenta—, nos batimos en retirada. Pasaríamos una nota a la Comisaría de su distrito, que seguro que la cogían con ganas, pero nada más. Caía fuera de nuestro ámbito competencial y no me gusta pisar el sembrado de nadie. Por supuesto, le recomendamos denunciar si las coacciones se dirigían a alguien que conociera.
         Así pues, al oír "Policía", el pequeño traficante se había cagado encima. Las descargas del retrete se debían a sus apresurados intentos por deshacerse de la mercancía. Sin duda pensaba que estábamos ahí por él y que no tardaríamos en tirar la puerta abajo. Craso error. Nuestra inocente pregunta le costó un buen puñado de dinero en mercancía y, de verdad, no me da ninguna pena. Como ya he dicho alguna vez, no me gusta nada de lo que tiene que ver con las drogas. Ya he visto —solo laboralmente, gracias a Dios—, las miserias que causa su uso "recreativo". Son historias que aquí no voy a contar: para deprimirnos ya tenemos otras cosas que leer.
         Al bajar las escaleras, el chavalillo salía de su casa. Al vernos tuvo de nuevo la sensación de echar a correr, que consiguió aguantarse. La cambió por una mirada llena de odio. Si pudiera matar con la vista, allí habríamos sido fulminados.

         Él se quedó en el autobús que iba hacia las Barranquillas y nosotros, de vuelta en el coche a continuar con las gestiones de la mañana. Sin duda, le habíamos fastidiado el negocio. Al menos por un día.