Lo
pillamos cuando bajaba a la calle, a comprar, acompañado de su anciana madre.
Como todavía no estaba el secretario judicial disponible, les explicamos que
tenían que quedarse con nosotros y que no podían volver al domicilio hasta
entonces (debido a la alta posibilidad de destrucción de pruebas). El investigado
aceptó con resignación su destino, pero no así la señora que, a pesar de su
provecta edad, incluso llegó a forcejear con mi compañero, un inspector que
apenas llevaba unos meses en el grupo. ¿El motivo? La casa estaba desordenada,
las camas sin hacer... no estaba en condiciones de que nadie la visitase. Eso
estaba por encima de cualquier otra consideración. "Ni registros ni
registras"...
Es
parte de la labor de todo policía tener un cierto conocimiento de la psique de
las personas, saber cómo actuar según quien tienes enfrente. En esa ocasión yo
estaba seguro de que la buena mujer no iba a llevar a cabo ningún acto dañino
para el procedimiento. Después de que mantuve una breve charla con el inspector,
éste, un poco perplejo pero confiando en mi experiencia, accedió a permitir que
subiese a dejar el piso presentable...
Nosotros
nos quedamos a solas con el investigado. Era un hombre que pasaba de los
treinta y que siempre había vivido en casa de los papis, a pesar de tener un trabajo
estable.
—Les
tengo que pedir un favor —nos rogó, mientras esperábamos—. Yo soy gay, ¿saben?
Lo soy de toda la vida, aunque en mi casa no lo saben. Les ruego que no se lo
digan a mi familia. Cuenten lo que quieran, pero eso no.
—No
estamos aquí por eso —le expliqué, como a tantos otros antes que a él—. Que te
gusten los hombres o las mujeres nos da exactamente igual, pertenece a tu
privacidad. Hemos venido porque estás distribuyendo fotos de niños violados.
Por supuesto que no le explicaremos ni lo uno ni lo otro a tu madre, que ya
eres mayorcito. Explícale tú lo que te parezca oportuno.
Así
lo hizo. Se inventó una inverosímil historia sobre descargas de películas a
través del eMule y pidió que su mami no estuviera presente. Encontramos la de
Dios en los dos ordenadores y en centenares de cedés. Al acabar, los compañeros
de apoyo se lo llevaron y el inspector y yo nos quedamos tranquilizando a la
familia —dentro de lo posible—.
La
anciana, que había sido muy amable y nos había agradecido nuestra discreta
forma de portarnos (lo de permitirle limpiar y hacer las camas antes de que
subiéramos le había llegado al corazón), me cogió en un aparte y me dijo:
—Esto
es por lo de que a mi hijo le gustan los hombres, ¿verdad?
—No
—le solté, apurado—. Eso no es un delito en España.
—Ya,
bueno... a mí no me engaña... treinta y dos años, nunca ha tenido novia y los
amigos que se traen a casa tienen más pinta de bujarras aún que él —sí, dijo
"bujarras"...—. ¡Qué me vas a contar! ¡Que soy su madre!
Preferí
limitarme a asentir. Hay momentos que no sabes qué es mejor o qué es peor... y
es que este trabajo tiene dos momentos especialmente duros: hablar con las
víctimas y hablar con las familias de los autores. Aquella no fue la peor pero,
aún así, me tocó la fibra.
Cuando
salió el juicio y lo condenaron, tras llegar a un pacto con el fiscal, no pude
dejar de pensar en aquella anciana señora.
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