sábado, 3 de mayo de 2014

El extraordinario caso de la madre que quería enmarronar a su hijo

EL EXTRAORDINARIO CASO DE LA MADRE QUE QUERÍA ENMARRONAR A SU HIJO

         Normalmente, siguiendo un instinto primitivo, las madres protegen a sus hijos más allá de lo que la lógica y el propio deber dictan. Ya lo hemos visto por encima y volveremos a verlo en el futuro: defienden lo indefendible y sufren crisis nerviosas en cuanto nos llevamos al hijo delincuente. Sin embargo, la historia de hoy es bastante diferente.
         El asunto ya empezó extraño. Antes de entrar en un domicilio debemos asegurarnos de que el delincuente vive ahí, por lo que hacemos las gestiones oportunas para ello, que pueden ser de lo más variado y que no voy a discutir aquí por no dar pistas. Baste decir que en aquella ocasión nos limitamos a llamar a la puerta para preguntar, placa en mano. Lo raro, lo que nunca nos había pasado ni nos ha vuelto a pasar, es que la madre se negó a abrir. Usó la mirilla y reparó en nuestras identificaciones, pero le dio igual.
         —No, no. No les digo ni mi nombre. Si quieren algo, que me manden una carta certificada de la Comisaría.
         Y ahí nos quedamos... No hubo forma de hacerla razonar. Tuvimos que utilizar otros métodos para cerciorarnos de que íbamos a entrar donde debíamos.
         Con todo claro, el día de autos, mientras esperábamos al secretario judicial, que estaba en otro registro, detectamos que salía el presunto responsable, hijo menor de la mujer que no abría. Teníamos la opción de dejarlo volver a su casa o interceptarlo y estar con él hasta que se pudiera ejecutar la diligencia.
         —Vamos a cogerlo —dijo mi compañero—, que si se encierran tenemos que tirar la puerta abajo y no es plan de hacer ese destrozo...
         Así, pues, nos identificamos y lo interceptamos. El chico iba vestido con un chándal, sin documentación alguna encima, tan solo 1 euro para comprarse una Coca-cola en el colmado de la esquina.
         —Yo me quedo con ustedes —nos dijo—, pero en casa me van a echar de menos. Les he dicho que solo bajaba un momento.
         Eran las once de la mañana.
         La cosa se complicó y comenzó a alargarse: las doce... la una... las dos... las tres... Nosotros no sabíamos ya de qué hablar con él —estaba enrocado en que no se había descargado nunca nada de ese tipo de contenidos— y, por su parte, el muchacho estaba que temblaba por lo que en su casa pudieran pensar que le había ocurrido...
         Finalmente, a las tres y media de la tarde pudimos entrar, con sus llaves y la comisión judicial. La señora estaba haciendo la comida.
         —Mamá, vengo con la Policía, que dicen no sé qué de un registro.
         —Serán lo que vinieron el otro día. ¡Qué pesados! Ya les dije que no tenía nada que hablar con ellos...
         —Mire —anunció el secretario del juzgado—, se ha acordado el registro de este domicilio. Aquí tiene el auto dictado, léalo con detenimiento y si tiene alguna pregunta...
         —¿Por qué es este registro?
         —Por pornografía infantil, señora.
         —¿Pornografía infantil? Eso mi hijo, el pequeño —señaló con un dedo acusador a nuestro acompañante involuntario—. El mayor no, que trabaja y no tiene tiempo para esas cosas...
         Nos quedamos todos con los ojos como platos... incluido el acusado que tenía los ojos a punto de salirse de las órbitas de la incredulidad.
         —¿Yo? ¡Mamá, por favor!
         —¿Lo ha visto alguna vez?
         Si ese fuera el caso, miel sobre hojuelas: la cosa iba a durar poco.
         —No, no, qué va... pero tiene que ser él, seguro, que se pasa las horas muertas en el Internet ese.
         —Tendremos que ver los ordenadores de la casa —explicó el jefe del dispositivo—. ¿Le importaría decirnos dónde están?
         Tenían tres ordenadores, montados en red, uno para cada miembro de la familia. Nos pusimos en dos a la vez. Mientras el inspector al mando escudriñaba el del sujeto en cuestión, yo hacía lo propio con el de la dueña de la casa, para ir ganando tiempo. No aparecía nada en ninguno de ellos. En esas estábamos cuando la madre se me acerca y me dice al oído, en tono confidencial:
         —Yo lo conozco bien, que es mi hijo, y tiene cara de culpable. Miren, miren bien porque seguro que lo ha hecho.
         —¡Señora por favor! ¡Que es carne de su carne!
         Más tarde supimos que el investigado se había descargado por error el archivo en cuestión y lo eliminó al ver lo que era, así que no había delito alguno. A veces esas cosas pasan —más antes que ahora, que nuestros procedimientos mejoran día a día.
         Al acabar y despedirnos, la mujer se extrañó:
         —Ah pero... ¿no se lo llevan?
         El pobre chaval ya no sabía qué cara poner ante las acometidas maternas.
         —No. Esta tarde puede pasarse para que le hagamos unas preguntas, pero nada más. No tenemos nada en su contra.
         —¡Pues vaya! Yo esperaba que fuese a la cárcel, a ver si allí aprendía un poco lo que es la vida. Con un poco de suerte, hasta se sacaba alguna carrera...

         No he sabido más qué fue de aquella familia. Supongo que el chico aquel no duraría mucho viviendo con esa madre. Al menos yo, en su lugar, me habría largado con viento fresco.

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