sábado, 17 de mayo de 2014

El peculiar reincidente que siempre abría la puerta

         El amigo de la historia anterior es un viejo conocido. Ya lleva cuatro visitas a los calabozos y un par de condenas en firme, algo que no le disuadía de volver a las andadas una y otra vez. Confía en que su enfermedad le siga manteniendo fuera del talego un poco más. Eso a pesar de que le ha costado su familia y cualquier clase de estima social que pudiera tener en el pasado.
         Nuestros encuentros con él, por algún extraño motivo, siempre están llenos de peculiaridades, aunque ninguna llega el nivel de marcianidad de aquel segundo registro.
         El primero ocurrió cuando gran parte de los expertos de la BIT, yo incluido, estábamos en un curso de análisis forense. Los que quedaban formaron un equipo conjunto para llevarlo a cabo. Su primer "enfrentamiento" fue con el secretario judicial.
         —¿Qué coche traen ustedes?
         —Un Citroën C3 —respondió el inspector, un veterano con ya muchos años de servicio a sus espaldas por diferentes lugares de España.
         —¡Vaya! ¿Y no tienen otro?
         —Pues no. Es el que hay.
         —Bueno, pues al menos tráiganlo limpito para venirme a recoger, ¿eh?
         —Así se hará.
         Aquel policía era un hombre tranquilo que se limitó a encogerse de hombros. Otros con menos paciencia hubieran salido un poco exasperados. Los vehículos que tenemos son los que tenemos y tienen que servir para todo. El C3 que teníamos en aquella época era digno y cumplía su función —y, por supuesto, se limpiaba, que no nos gusta meternos en pocilgas—. La Ley de Enjuiciamiento Criminal no exige que los agentes recojan a la Comisión Judicial, aunque lo hacemos por norma. No nos parece correcto que tengan que buscarse su propio medio de transporte ni causarle más gasto a la Administración en taxis.
         El caso es que, cuando mis compañeros llegaron al domicilio y lo pillaron in fraganti, el tipo prorrumpió en exclamaciones... digamos peculiares.
         —¡Qué putada, tío, qué putada! —exclamaba, dando saltos y tirándose del pelo, a pesar de sus problemas de movilidad—. ¡Ayer mismo! ¡Ayer mismo!
         Cuando por fin consiguieron tranquilizarlo explicó a qué se refería: alarmado por las noticias que salían en la tele un día sí y otro también sobre nuestra acción, había decidido borrar toda su colección de niños sometidos a abusos. Sin embargo, los días pasaban y no nos presentábamos en su casa. Así, al final, volvió a las andadas... justo el día anterior a que se autorizase la entrada en su domicilio.
         Al acabar, agradecido por cómo le habían tratado —nuestro comportamiento es siempre exquisito, que no es nuestra labor juzgar ni menospreciar, sino aplicar la ley—, les quiso dar la mano uno por uno a todos los miembros del dispositivo.
         El último encuentro con él, hasta el momento, fue todavía más... llamémoslo peculiar:
         Ya teníamos la información necesaria e íbamos a ir solo a citarle para el día siguiente, que acudiese con su abogado a dar explicaciones sobre ciertas actividades recientes en un cibercentro cercano a su casa (en la que no disponía de Intenet). A esa misión acudieron una inspectora y un policía.
         Llaman a la puerta y, tras un tiempo de espera, se descorren los cerrojos y aparece su cara somnolienta. Ya les conocía de anteriores encuentros.
         —Díganme, agentes...
         —Pues mire, Eufrasio Fulánez —comenzó la agente—, le entrego esta citación oficial que...
         —¡Me cago en todo lo cagable! —interrumpió el policía, un veterano acostumbrado a cerciorarse de todo su entorno para evitar sorpresas desagradables, herencia de sus años en destinos más complicados.
         La compañera dio un respingo y le miró con cara de susto.
         —¿Qué... qué pasa?
         —¡Que tiene la chorra fuera, jefa, eso pasa!
         Efectivamente, el tipo había abierto la puerta con el pene por fuera del pantalón del pijama. Por fortuna, en aquella ocasión no había decidido dar la mano a ninguno de los actuantes, no fueran a confundirse de miembro a la hora de estrecharla. También por suerte, pero para él, la inspectora no jugó a "no se mea en la tapia del convento"...
         —¡Pero qué cerdo es usted! —le espetó entonces, indignada— ¿No le da vergüenza? ¡Tápese, tápese!
         El hombre maniobraba como podía para devolver el miembro al interior de sus ropas. Nunca supieron si fue intencionado o accidental.
         —Jefa, ¿no te habías dado cuenta? —preguntó el policía, cuando ya bajaban las escaleras.
         —¡Qué va, chico! Es que yo soy mucho de mirar a la cara a la gente cuando hablo con ellos...

         Por cierto, al día siguiente, duchado y trajeado, se presentó en Comisaría con su abogado. Fue su cuarto paso por un calabozo.

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