El amigo de la historia
anterior es un viejo conocido. Ya lleva cuatro visitas a los calabozos y un par
de condenas en firme, algo que no le disuadía de volver a las andadas una y
otra vez. Confía en que su enfermedad le siga manteniendo fuera del talego un
poco más. Eso a pesar de que le ha costado su familia y cualquier clase de
estima social que pudiera tener en el pasado.
Nuestros
encuentros con él, por algún extraño motivo, siempre están llenos de peculiaridades,
aunque ninguna llega el nivel de marcianidad de aquel segundo registro.
El
primero ocurrió cuando gran parte de los expertos de la BIT, yo incluido,
estábamos en un curso de análisis forense. Los que quedaban formaron un equipo
conjunto para llevarlo a cabo. Su primer "enfrentamiento" fue con el
secretario judicial.
—¿Qué
coche traen ustedes?
—Un
Citroën C3 —respondió el inspector, un veterano con ya muchos años de servicio a
sus espaldas por diferentes lugares de España.
—¡Vaya!
¿Y no tienen otro?
—Pues
no. Es el que hay.
—Bueno,
pues al menos tráiganlo limpito para venirme a recoger, ¿eh?
—Así
se hará.
Aquel
policía era un hombre tranquilo que se limitó a encogerse de hombros. Otros con
menos paciencia hubieran salido un poco exasperados. Los vehículos que tenemos
son los que tenemos y tienen que servir para todo. El C3 que teníamos en
aquella época era digno y cumplía su función —y, por supuesto, se limpiaba, que
no nos gusta meternos en pocilgas—. La Ley de Enjuiciamiento Criminal no exige
que los agentes recojan a la Comisión Judicial, aunque lo hacemos por norma. No
nos parece correcto que tengan que buscarse su propio medio de transporte ni
causarle más gasto a la Administración en taxis.
El
caso es que, cuando mis compañeros llegaron al domicilio y lo pillaron in fraganti, el tipo prorrumpió en exclamaciones... digamos peculiares.
—¡Qué
putada, tío, qué putada! —exclamaba, dando saltos y tirándose del pelo, a pesar
de sus problemas de movilidad—. ¡Ayer mismo! ¡Ayer mismo!
Cuando
por fin consiguieron tranquilizarlo explicó a qué se refería: alarmado por las
noticias que salían en la tele un día sí y otro también sobre nuestra acción,
había decidido borrar toda su colección de niños sometidos a abusos. Sin
embargo, los días pasaban y no nos presentábamos en su casa. Así, al final,
volvió a las andadas... justo el día anterior a que se autorizase la entrada en
su domicilio.
Al
acabar, agradecido por cómo le habían tratado —nuestro comportamiento es
siempre exquisito, que no es nuestra labor juzgar ni menospreciar, sino aplicar
la ley—, les quiso dar la mano uno por uno a todos los miembros del
dispositivo.
El
último encuentro con él, hasta el momento, fue todavía más... llamémoslo
peculiar:
Ya
teníamos la información necesaria e íbamos a ir solo a citarle para el día
siguiente, que acudiese con su abogado a dar explicaciones sobre ciertas
actividades recientes en un cibercentro cercano a su casa (en la que no
disponía de Intenet). A esa misión acudieron una inspectora y un policía.
Llaman
a la puerta y, tras un tiempo de espera, se descorren los cerrojos y aparece su
cara somnolienta. Ya les conocía de anteriores encuentros.
—Díganme,
agentes...
—Pues
mire, Eufrasio Fulánez —comenzó la agente—, le entrego esta citación oficial
que...
—¡Me
cago en todo lo cagable! —interrumpió el policía, un veterano acostumbrado a
cerciorarse de todo su entorno para evitar sorpresas desagradables, herencia de
sus años en destinos más complicados.
La
compañera dio un respingo y le miró con cara de susto.
—¿Qué...
qué pasa?
—¡Que
tiene la chorra fuera, jefa, eso pasa!
Efectivamente,
el tipo había abierto la puerta con el pene por fuera del pantalón del pijama. Por
fortuna, en aquella ocasión no había decidido dar la mano a ninguno de los
actuantes, no fueran a confundirse de miembro a la hora de estrecharla. También
por suerte, pero para él, la inspectora no jugó a "no se mea en la tapia
del convento"...
—¡Pero
qué cerdo es usted! —le espetó entonces, indignada— ¿No le da vergüenza?
¡Tápese, tápese!
El
hombre maniobraba como podía para devolver el miembro al interior de sus ropas.
Nunca supieron si fue intencionado o accidental.
—Jefa,
¿no te habías dado cuenta? —preguntó el policía, cuando ya bajaban las
escaleras.
—¡Qué
va, chico! Es que yo soy mucho de mirar a la cara a la gente cuando hablo con
ellos...
Por
cierto, al día siguiente, duchado y trajeado, se presentó en Comisaría con su
abogado. Fue su cuarto paso por un calabozo.
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