En la Policía
tenemos los recursos que tenemos. Quizá no sean los mejores, pero es lo que hay
y tenemos que aprender a apañarnos con ello. Los cuartos de declaraciones —y
gracias a Dios por tenerlos— no tienen espejos unidireccionales, detrás de los
cuales se esconden especialistas que van dictando preguntas al entrevistador a
través de un disimulado dispositivo auricular. No. En lugar de eso son una mesa
con un viejo ordenador y tres sillas. En nuestro caso, además, dos armarios
vacíos que, además, hacen de separación entre los dos puestos disponibles.
En aquella
época, el Grupo lo formaban dos inspectores (uno de cada sexo), y dos agentes
de escala básica (uno de ellos, yo). En la BIT trabajamos de manera
"colegiada", nada que ver con la rígida estructura militar de otras
organizaciones... y la verdad es que nos va muy bien hasta la fecha. Somos más
una gran (no tan "gran") familia, bastante bien avenida, que una
unidad laboral a la vieja usanza.
La inspectora
había investigado un caso muy significativo. Tras tener identificado al autor,
hicimos la reunión habitual para decidir cuál habría de ser la mejor
aproximación al individuo. Ella misma propuso que, al ser un caso en que se
compartían fotos de niños (no niñas), su presencia (la que más sabía del caso,
por otro lado) podría ser contraproducente. En algunos casos, ese tipo de
personas se cierran ante entrevistas realizadas por mujeres, así que fuimos los
dos de escala básica los que llevaríamos a cabo la toma de declaración... Pero
claro, había un problema:
—Tú eres la
mejor para conducir la diligencia y realizar nuevas preguntas según lo que nos
vaya respondiendo —le dije—. Si no estás, es posible que se nos escapen
detalles importantes.
El argumento
era bastante importante, así que nos pusimos a darle vueltas de nuevo...
¿Existiría una manera de que estuviera presente y que el objetivo no reparase
en ella?
En un momento
determinado, alguien tuvo la gran idea:
—Los armarios
de separación están vacíos. Todo es cuestión de quitar las baldas para legajos
y poner un pequeño taburete. Te metes dentro y lo escuchas todo y, a través de
whatsapp nos puedes ir mandando nuevas cuestiones que quieres que planteamos.
Gran idea,
¿verdad? Sorprendentemente, ¡¡todos estuvimos de acuerdo!! ¿Qué podría salir
mal...?
Así, pues,
antes de que empezar, con el despacho vacío, la inspectora se introdujo en el mueble
(aunque no cabía taburete alguno y tuvo que quedarse de pie), con el teléfono
en la mano. Llegó el abogado, que ocupó su silla, y poco después, el detenido,
que se acomodó en la otra. Detrás del ordenador, los dos policías con una
sonrisa formal y tratando de no mirar hacia el improvisado escondite.
Le reiteramos
sus derechos según el artículo 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, en
uso de ellos, se negó a declarar ante la Policía. Entra dentro de lo posible. A
veces pasa... así que nos limitamos a ir rellenando los campos formales... y
mientras tanto, la compañera dentro del armario.
Su situación
no era demasiado cómoda en esas estrecheces y, peor aún, se veía que iba a
tener que escuchar la entrevista reservada entre cliente y letrado algo que,
por un lado, no le apetecía nada y por otro tenía serias dudas de su legalidad...
así que optó por lo más sencillo: abrió la puerta con delicadeza y entró en la
sala de declaraciones. A pesar de su discreción, el abogado reparó en tan
extraña aparición aunque, por su mirada, no tenía ni idea sobre cómo se había
materializado. Ella mostró la mejor de sus sonrisas y saludó con cortesía antes
de salir al pasillo:
—Buenos días.
—Bu... buenos
días —le contestó el leguleyo, mientras la seguía con la vista, hasta que
abandonó la estancia.
A continuación
nos miró, formulando una muda pregunta. Nosotros nos limitamos a mantener el
gesto educado, como si fuera lo más normal del mundo tener una entrada a Narnia
en los sótanos de la Comisaría General de Policía Judicial. Tentado estuve de
decirle que posiblemente se había equivocado de planta en nuestro ascensor dimensional,
pero supe morderme la lengua a tiempo, sobre todo porque parecía que no sabía
de dónde había aparecido.
El hombre salió
convencido de que algo muy raro ocurría allí y nosotros tuvimos que disimular
como mejor pudimos nuestras ganas de partirnos de risa allí mismo.
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