EL PECULIAR ASUNTO DE LA MUJER DEL
CAMISÓN
Los policías
despertamos en cierta parte de la población ese morbo especial que
para ellos tiene el uniforme. Recuerdo en uno de mis primeros destinos, en la
sala 091, que solía llamar una señora que, si no la cortábamos rápido, empezaba
a masturbarse mientras nos decía obscenidades por el teléfono. Solo había una
buena manera de evitarlo: que la atendiera una compañera, si es que había
alguna en el turno. Colgarle no servía de mucho, porque insistía. Si con
nosotros no conseguía su objetivo, entonces llamaba a los bomberos.
La triste
realidad es que somos, como en casi todas partes, gente variada y casi siempre
muy normalita: gordos, delgados, altos, bajos... y, además, en Policía Judicial
no usamos uniforme salvo cuando hay que representar al Cuerpo en algún acto.
Eso poco importa, la imaginación es la clave para disfrutar del musculoso
agente de sus sueños.
Uno de esos
días en los que el trabajo no nos salía por las orejas (y que cada vez son
menos habituales, no recuerdo el último) sonó el teléfono en torno a las diez
de la mañana. Era una mujer, preocupada porque había encontrado en el ordenador
de su hija de siete años unas conversaciones preocupantes. Como la señora
estaba en Madrid, la invitamos a acudir a nuestras dependencias, donde
podríamos realizar un estudio pormenorizado de su ordenador. Se negó. Aducía
que no podía salir de casa porque debía tener la comida lista para cuando la
niña regresara. Mucho tiempo necesitaba para cocinar, con lo temprano que
era... Decidimos hacer una excepción y desplazarnos dos de nosotros a hablar
con ella. Uno de ellos era yo. El otro, un compañero que solía llevarse a las
chica de calle: musculoso, simpático, dotado de un indiscutible carisma y don
de gentes y, además, jovencito.
Desde el
momento en que nos abrió la puerta de su casa intuimos que algo no iba bien:
era una señora en sus primeros cuarenta, de bastante bien ver... que nos
recibió en camisón. Al menos llevaba ropa interior debajo, dado que era bastante...
transparente.
—¿Dónde nos
estamos metiendo? —me murmuró mi compañero.
—Pues sí. Ten
cuidado —le contesté, consciente de su éxito con el sexo opuesto.
Podía estar
tranquilo: esa vez (la única, de hecho), la cosa iba conmigo: le había caído en
gracia a la madre.
—Mira aquí, en
el portátil... Te puedo tutear, ¿verdad?
—Como quiera,
señora.
—¡Qué tonto
eres! ¡Tutéame tú también!
Lo cierto es
que nos sentíamos más cómodos con el tratamiento informal, por lo que le
hicimos caso.
—Pues no veo
nada extraño en el ordenador. ¿Está segura de que ha visto esas conversaciones?
—Bueno, no
eran exactamente conversaciones de chat... eran más bien como páginas web poco
apropiadas, ¿sabes? Anda, siéntate aquí, a mi lado, que lo verás mejor... —me
indicaba el sofá, en el que se había acomodado dejando al aire toda una pierna,
desde la nalga.
—Gracias. Lo
veo perfectamente desde aquí...
—Insisto.
Desde ahí no puedes llegar al teclado.
—Si le parece
lo llevamos a la mesa del comedor. Ahí podré llegar con más comodidad —"y
sin sentarme en su regazo", pensé para mí.
Como era de
esperar, se puso a mi lado, aún estando de pie. Tuvo la decencia de no tocarme
con la mano, pero su cuerpo estaba rozando el mío. La situación no podía ser
más incómoda. Al menos, para mí.
Mi compañero,
afortunadamente, me echó una mano con la premura del análisis y en apenas
quince minutos pudimos dejar el domicilio.
—Si quieres
puedes volver esta tarde. Tan solo avísame —se despidió.
—Hasta luego
—fue toda mi respuesta.
Respiramos
tranquilos al volver al coche. Acudir uno solo de nosotros a esa encerrona
hubiera sido muy peligroso. Nunca sabes el equilibrio mental de una persona así
y podría tomarse mi rechazo como una ofensa... y denunciarme por acoso sexual o
algo similar. Estando los dos solos, por mucho que no hubiera pasado nada,
hubiera resultado muy, muy difícil de explicar, que en ciertos comportamientos
la sociedad no atiende a pruebas, sino a difamaciones.
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