domingo, 21 de septiembre de 2014

Gitano bueno, gitano malo.

         No soy racista. En absoluto. Quizá hago distinciones por cultura y, sobre todo, por bondad, ese rasgo tan difícil de definir, más en una sociedad como la nuestra.
         He tratado con gitanos desde pequeñito. El colegio en el que cursé la EGB tenía un poblado chabolista a las puertas (literalmente) y, además, varias familias de esa etnia que vivían integradas en el barrio. Los segundos eran a todos los efectos unos alumnos más. Los primeros eran difíciles, porque acudían por temporadas y sus intereses no estaban en los estudios. Eso los hacía complicados de integrar. Aún así, tiempo después, cuando ya era mayor de edad, me encontré a una de esas chicas al cargo de las taquillas de una atracción de feria lejos de Zaragoza. Fue ella quien me reconoció y estuvimos hablando algunos minutos. Ni siquiera me pareció raro. Ningún aguerrido varón vino a amenazarme —y eso que nos vieron— ni ella actuó asustada ni incómoda. Al contrario. Más cortado estaba yo, porque la moza se había convertido en una muy hermosa mujer y en esa época no era el más lanzado de los mortales.
         Por eso llegué a la Policía sin ninguna idea preconcebida por raza o etnia y, al poco de estar en el negocio, fue precisamente un calé el que me dio una de las lecciones más bonitas sobre tolerancia y entendimiento:
         Estaba asignado a una oficina de denuncias, la más ajetreada de la ciudad y, tras esperar con paciencia su turno, entró un gitano de los de sombrero calado (que se había quitado, como corresponde a un sitio cubierto) que se sentó en la silla ad hoc antes de empezar a hablar. Era un pastor evangélico —cuánto bien ha hecho la religión entre las personas de menos cultura— que me habló largo rato sobre el ser humano y también de su esfuerzo y su trabajo de cada día. No solo se limitaba a su labor pastoral, sino que también empleaba su fuerza, tanto en la huerta como dándole a la paleta. Sus manos no mentían. Sus ojos tampoco. Lo que le traía a mi presencia era un acto racista que había sufrido en un restaurante, donde se negaron a servirle a él y a su familia porque otra noche, otros gitanos habían causado molestias y destrozos. Como si se pudiera juzgar a todos por los actos de algunos.
         Poco después participé en mi primera detención. Eran dos chicas jóvenes, una paya, de pelo claro, y otra cañí, de melena rizada y oscura. Ambas solas en el mundo, repudiadas por los suyos. Ambas yonquis. Estaban empezando y apenas se les notaba. Supongo que ahora, más de una década después, estarán ya muertas, de hecho o de derecho (un heroinómano es lo más parecido a un muerto en vida que me he cruzado fuera de la ficción). Se dedicaban a atracar cajeros y era la rubia la que llevaba la iniciativa. A la otra no le gustaba nada, pero se dejaba llevar por el dinero fácil... Unos días después, ya libre —su compinche acabó en prisión— la encontré durante una patrulla. Vendía su cuerpo donde las más tiradas de la ciudad. Tampoco la puedo llamar "mala" (aunque desde luego no era buena), sino equivocada.
         Al malo lo encontré poco después. Un gitano que se dedicaba a robar productos frescos de los camiones de reparto y al que pillamos in-fraganti. Tenía un listado de antecedentes tan grande como mi brazo. Fue una de las primeras veces que me tocó iniciar a mí los trámites.
         Empecé con su nombre, año de nacimiento... lo que solemos llamar "filiación" y, un poco después, toqué ya otros temas:
         —¿Profesión?
         Me miró como si le hubiera preguntado por la metafísica de Kant.
         —Ladrón, chico, ¿es que no lo ves?
         Fue mi turno de devolverle la mirada incrédula.
         —Algo harías antes de dedicarte a esto, ¿no?
         —Ya veo que eres joven... Mira, te voy a contar una cosa: esto de trabajar es para los payos, ¿sabes? Yo tenía un poco más de tu edad cuando lo intenté por primera vez. Al los tres cuartos de hora me dolía todo. Estaba que no me podía ni mover, así que le dije al capataz que me iba de allí, que eso no era para mí. ¿Te quieres creer que el dolor me duró dos semanas? Con razón los gitanos no trabajamos, chico... si es que no estamos hechos para eso. Así que pon "ladrón" y aquí todos tan contentos.
         —Espera un momento, anda...
         Fui a comentárselo a los veteranos (en aquella comisaría casi todos los del Grupo de Investigación eran funcionarios ya muy bregados y con muchas tablas) y se partieron de risa. Yo seguía sin entender absolutamente nada y nadie se molestó en explicármelo.
         —Pon "sin empleo" —me susurró, en un aparte, cogiéndome del hombro, el subinspector. Un tipo, por cierto, al que le debo mucho. Fue mi primer maestro en la profesión.
         —Sin rencores, chico —continuó el detenido cuando volví, que también tenía ínfulas pedagógicas, aunque de otra clase—. Este juego es así: yo vivo de lo que robo y vosotros de pillarme. A veces me cogéis, a veces no. Liarse con violencias es de tontos a estas alturas de la película. Mañana el juez decidirá y la rueda sigue. Tú apuntas alto, cabo —el galón de prácticas a menudo confundía a los que habían hecho la mili—, seguro que no nos vemos más.
         La verdad es que acertó... aunque solo fuera porque no he vuelto a trabajar en aquella ciudad más.

         Así, pues, no juzgo a la gente por su color de piel, sino por sus actos. Porque la vida me ha enseñado que esa es la realidad. Los prejuicios son para los idiotas, aquellos incapaces de pensar y, a menudo, ver lo que tienen delante de los ojos.

1 comentario:

  1. gracias por compartir.. Hermosa reflexión y experiencia de vida. Bellamente contado.
    Muchas gracias.

    ResponderEliminar