No
soy racista. En absoluto. Quizá hago distinciones por cultura y, sobre todo,
por bondad, ese rasgo tan difícil de definir, más en una sociedad como la
nuestra.
He
tratado con gitanos desde pequeñito. El colegio en el que cursé la EGB tenía un
poblado chabolista a las puertas (literalmente) y, además, varias familias de
esa etnia que vivían integradas en el barrio. Los segundos eran a todos los
efectos unos alumnos más. Los primeros eran difíciles, porque acudían por
temporadas y sus intereses no estaban en los estudios. Eso los hacía complicados
de integrar. Aún así, tiempo después, cuando ya era mayor de edad, me encontré
a una de esas chicas al cargo de las taquillas de una atracción de feria lejos
de Zaragoza. Fue ella quien me reconoció y estuvimos hablando algunos minutos.
Ni siquiera me pareció raro. Ningún aguerrido varón vino a amenazarme —y eso
que nos vieron— ni ella actuó asustada ni incómoda. Al contrario. Más cortado
estaba yo, porque la moza se había convertido en una muy hermosa mujer y en esa
época no era el más lanzado de los mortales.
Por
eso llegué a la Policía sin ninguna idea preconcebida por raza o etnia y, al
poco de estar en el negocio, fue precisamente un calé el que me dio una de las
lecciones más bonitas sobre tolerancia y entendimiento:
Estaba
asignado a una oficina de denuncias, la más ajetreada de la ciudad y, tras
esperar con paciencia su turno, entró un gitano de los de sombrero calado (que
se había quitado, como corresponde a un sitio cubierto) que se sentó en la
silla ad hoc antes de empezar a
hablar. Era un pastor evangélico —cuánto bien ha hecho la religión entre las
personas de menos cultura— que me habló largo rato sobre el ser humano y
también de su esfuerzo y su trabajo de cada día. No solo se limitaba a su labor
pastoral, sino que también empleaba su fuerza, tanto en la huerta como dándole
a la paleta. Sus manos no mentían. Sus ojos tampoco. Lo que le traía a mi
presencia era un acto racista que había sufrido en un restaurante, donde se
negaron a servirle a él y a su familia porque otra noche, otros gitanos habían
causado molestias y destrozos. Como si se pudiera juzgar a todos por los actos
de algunos.
Poco
después participé en mi primera detención. Eran dos chicas jóvenes, una paya,
de pelo claro, y otra cañí, de melena rizada y oscura. Ambas solas en el mundo,
repudiadas por los suyos. Ambas yonquis. Estaban empezando y apenas se les
notaba. Supongo que ahora, más de una década después, estarán ya muertas, de
hecho o de derecho (un heroinómano es lo más parecido a un muerto en vida que
me he cruzado fuera de la ficción). Se dedicaban a atracar cajeros y era la
rubia la que llevaba la iniciativa. A la otra no le gustaba nada, pero se
dejaba llevar por el dinero fácil... Unos días después, ya libre —su compinche
acabó en prisión— la encontré durante una patrulla. Vendía su cuerpo donde las
más tiradas de la ciudad. Tampoco la puedo llamar "mala" (aunque
desde luego no era buena), sino equivocada.
Al
malo lo encontré poco después. Un gitano que se dedicaba a robar productos
frescos de los camiones de reparto y al que pillamos in-fraganti. Tenía un
listado de antecedentes tan grande como mi brazo. Fue una de las primeras veces
que me tocó iniciar a mí los trámites.
Empecé
con su nombre, año de nacimiento... lo que solemos llamar "filiación"
y, un poco después, toqué ya otros temas:
—¿Profesión?
Me
miró como si le hubiera preguntado por la metafísica de Kant.
—Ladrón,
chico, ¿es que no lo ves?
Fue
mi turno de devolverle la mirada incrédula.
—Algo
harías antes de dedicarte a esto, ¿no?
—Ya
veo que eres joven... Mira, te voy a contar una cosa: esto de trabajar es para
los payos, ¿sabes? Yo tenía un poco más de tu edad cuando lo intenté por
primera vez. Al los tres cuartos de hora me dolía todo. Estaba que no me podía
ni mover, así que le dije al capataz que me iba de allí, que eso no era para
mí. ¿Te quieres creer que el dolor me duró dos semanas? Con razón los gitanos
no trabajamos, chico... si es que no estamos hechos para eso. Así que pon
"ladrón" y aquí todos tan contentos.
—Espera
un momento, anda...
Fui
a comentárselo a los veteranos (en aquella comisaría casi todos los del Grupo
de Investigación eran funcionarios ya muy bregados y con muchas tablas) y se
partieron de risa. Yo seguía sin entender absolutamente nada y nadie se molestó
en explicármelo.
—Pon
"sin empleo" —me susurró, en un aparte, cogiéndome del hombro, el
subinspector. Un tipo, por cierto, al que le debo mucho. Fue mi primer maestro
en la profesión.
—Sin
rencores, chico —continuó el detenido cuando volví, que también tenía ínfulas
pedagógicas, aunque de otra clase—. Este juego es así: yo vivo de lo que robo y
vosotros de pillarme. A veces me cogéis, a veces no. Liarse con violencias es
de tontos a estas alturas de la película. Mañana el juez decidirá y la rueda
sigue. Tú apuntas alto, cabo —el galón de prácticas a menudo confundía a los
que habían hecho la mili—, seguro que no nos vemos más.
La
verdad es que acertó... aunque solo fuera porque no he vuelto a trabajar en
aquella ciudad más.
Así,
pues, no juzgo a la gente por su color de piel, sino por sus actos. Porque la
vida me ha enseñado que esa es la realidad. Los prejuicios son para los
idiotas, aquellos incapaces de pensar y, a menudo, ver lo que tienen delante de
los ojos.