Esto de ser policía tiene a veces
algo de aventura. Pocas, gracias al cielo, pero de vez en cuando alguna hay.
Una de ellas fue lo más parecido a un mundo post-apocalíptico que he vivido y
que lo único que lamento, ahora que han pasado ya algunos años, es no haberlo
grabado en vídeo.
Teníamos
que ir a Figueras, a realizar una de nuestras investigaciones. Dado que
salíamos desde Madrid, el viaje estaba estimado en unas 7 horas. Era el 8 de marzo de 2010. Las noticias por la radio avisaban que el clima no estaba
precisamente propicio. Aun así, continuamos viaje. Después de todo, los malos
no esperan.
Repostamos
en la última gasolinera de Repsol (el convenio policial es solo con esa
empresa), a la salida de Zaragoza, antes de entrar en la AP2. Compramos algunas
provisiones por lo que pudiera pasar. Si las cosas se ponían mal, al menos
tendríamos algo que echarnos al coleto.
Entramos
en la provincia de Lérida a eso de las 18:30 horas. Hasta la frontera con
Huesca lucía un sol espléndido. En cuanto pisamos Cataluña y se desató el
infierno blanco. Al poco, las señales de tráfico estaban tapadas por la nieve,
que caía racheada e intensa. Fuimos viendo cómo los coches se paraban en el
arcén (¡craso error!) y a los camiones los iban conduciendo a áreas de
descanso. Los letreros luminosos avisaban que las carreteras ya estaban
cortadas, que nos volviéramos o buscásemos alojamiento por la zona. Por cierto,
no estaría de más que se estirasen un poco y pusieran los avisos en español
también, porque aunque el catalán se entiende casi todo, siempre hay algo que
te pierdes... y cuando es un anuncio de seguridad, te puede costar la vida la
tontería.
Hubo
tramos en que no pasábamos de 60 km/h mientras las cosas se ponían peor y
peor. Ya hacia el final de la provincia y en un buen trecho de la de Barcelona
la situación mejoró y oscilaba entre lluvia y firme seco.
Todo
cambió en las proximidades de la ciudad, cuando teníamos que cambiar de la AP2
y a la AP7. Cientos de miles de coches atascándolo todo en medio de una
ventisca acompañada de nieve. Los avisos de carreteras cortadas se
multiplicaban. La radio ya hablaba de que miles de camioneros habían sido
abandonados a su suerte por la Generalitat en La Junquera, y los dueños de los
bares los echaban con cajas destempladas. Sólo encontraron la solidaridad de la
gente del pueblo, que les dio un cobijo finalmente en el pabellón municipal. Si
no, habría habido muertos con toda seguridad. ¡Y nosotros queríamos llegar a
tan sólo 20 km de ese lugar! ¿Lo conseguiríamos? Los compañeros del Cuerpo Nacional
de Policía en Figueras ya nos avisaron que la cosa estaba dificililla. Que si íbamos
a llegar de verdad. Y nosotros (yo soy aragonés y el compañero madrileño), que
sí, que por nuestros huevos. "Vale, vale. ¿Nos jugamos algo?" Nos
decían...
Poco
a poco fuimos dejando atrás el cinturón de Barcelona y nos adentrábamos en la
AP7, camino de la provincia de Gerona. Avanzábamos lentos pero al menos nos
movíamos hasta que a la altura de La Roca definitivamente nos echaron. Medio
metro de nieve se amontonaba en la autopista, desierta por completo. Las
quitanieves hacían lo que podían en las carreteras secundarias adyacentes,
aunque el clima se lo quería poner difícil. Luego nos enteramos: En la AP7 había
caído un cable de alta tensión y era imposible pasar por ahí hasta que los
operarios de la Red Eléctrica garantizasen la seguridad. De hecho, pilló a una
ambulancia y la dejó bastante hecha fosfatina.
Tuvimos
allí el primer encuentro con los Mozos de Escuadra, que nos indicaron que debíamos
pasar la noche en el Polideportivo habilitado de La Roca. Nosotros, empeñados
en seguir, les preguntamos si se puede llegar hasta Gerona. Ni hablar de
Figueras, que seguro que nos llevan al manicomio más cercano. Nuestro vehículo
es un Renault Megane camuflado, por lo que nadie sabía que éramos dos maderos
lanzados a la aventura. Gracias a ese coche, todo hay que decirlo, pudimos
llegar. Su centro de gravedad bajo, sus ruedas anchas y su consumo equivalente
al de un mechero hicieron el milagro. Porque la cosa se iba a poner chunga.
Pero chunga de cojones.
Total,
que tras una hora parados, más o menos, un mozo de escuadra muy amable nos
indica un camino que podría estar abierto por Sils y otros pueblecitos de la
zona que no tenía que ver con la C25 que cogían casi todos, sin preguntar, y
que estaba tan atascada como las demás. Una opción es mejor que ninguna, así
que hacia allá nos lanzamos.
Empezamos
a ver las señales de la catástrofe (las que me habría gustado grabar): camiones
vencidos en las cunetas, coches abandonados en los arcenes y medianas, algunos
de ellos, incluso, con las puertas abiertas. Nosotros seguíamos entre la
nieve, procurando seguir las rutas que los quitanieves habían dejado en el
suelo, cuando éstas eran visibles. Ya no nevaba, pero las zonas más apelmazadas
se estaban convirtiendo en el más peligroso hielo. A todo esto, nosotros, por
supuesto, sin cadenas.
Pasando
por pueblos sin luz y silenciosos (el corte eléctrico duraría varios días), que
lo mismo podrían estar abandonados, llegamos a las afueras de Gerona. Por el
camino habíamos visto las luces azules de la Policía Autonómica a lo lejos, cortando
casi todas las carreteras menos la nuestra. ¿Quizá sí lo estaba y no lo sabíamos?
Vimos que los accesos de la AP7 a la ciudad seguían bloqueados, así que nos dirigimos
hacia la N2. Ya estábamos en el entorno de la ciudad y parecíamos los únicos
seres vivos; más aún, los únicos motorizados. La gente había salido de sus
vehículos donde allí donde se habían parado, tras deslizarse por el firme: en
mitad de la vía, ocupando dos carriles o uno, o en la cuneta Los camiones, con
su gran longitud, eran a veces muy difíciles de adelantar. Y no había nadie.
Los dueños habían dejado así sus coches. Abandonados. Del todo. De todas las
clases: Audis nuevecitos, Pandas de 1979... Como en un ataque nuclear. O zombi.
Cogimos
la N2, que no parecía cortada (o nadie lo indicaba). La sensación de irrealidad
catastrófica se acentuó. Cada vez más y más vehículos habían quedado donde
Dios les daba a entender, a lo que se sumaban árboles y ramas desgajados que
obstaculizaban la carretera. En muchas zonas sólo quedaba un carril hábil para
los dos sentidos. No había mucho riesgo; primero, porque apenas podíamos
superar los 40 o 50 Km/h en muchos tramos; después, porque éramos los únicos en
cientos y cientos de kilómetros a la redonda. Ni una luz en la carretera ni en
los pueblos cercanos. Con el cielo encapotado, ni siquiera había luna. El
Megane desplegaba todo el poderío de sus focos para tratar de contrarrestar en
algo la impenetrable oscuridad.
Así,
cautelosos en mitad de ese escenario de Guerra Mundial Z por fin llegamos a la
civilización a unos 15 km de Figueras. ¡Seres vivos! ¡Camiones en marcha! ¡Coches
con el motor funcionando! Aunque todos parados, hasta los quitanieves. Un par
de voluntariosos muchachos de la Red Nacional de Carreteras intentaban
organizar el tema y saber qué pasaba más adelante. Los Mozos de Escuadra no
aparecieron hasta dos horas después. Eran las dos y cuarto de la mañana cuando nos
enteramos de lo que había pasado: dos camiones cruzados habían bloqueado por
completo la ruta.
A
las dos y media volvimos a rodar, renqueantes y en caravana. Por fortuna, el desvío
a Figueras estaba próximo y por él fuimos, rumbo a nuestro destino. Las farolas
de la calle alumbraban (¡por fin!), pero ni un alma en las calles, llenas de
nieve. En la carretera de acceso, de nuevo coches abandonados a su suerte donde
habían caído. No supimos qué fue de todos los ocupantes de tantos y tantos
automóviles perdidos.
Por
fin llegamos al hotel, ambos vivos, gracias en parte a que repostamos en
Zaragoza y compramos provisiones de emergencia (chocolate, galletas,
magdalenas, zumos y batidos...). Si no, seguramente uno habría matado al otro
para comérselo en algún momento de la excursión. El hambre es lo que tiene, que
es muy malo.
Tras
dieciocho horas de viaje llegamos a las 3 AM al hotel. Cerrado. Tras golpear
los cristales, se asomó el recepcionista nocturno para decirnos que ¡¡no quedan
habitaciones!! Ante nuestro gesto de más que visible enfado (y que debió ver nuestras
pistolas entre la ropa, que no estábamos para muchas filigranas de camuflaje)
recordó que había dos reservas hechas por la Comisaría cuyos ocupantes aún no
habían llegado. Tras completar las formalidades, pudimos dormir calientes...
poco rato, porque al día siguiente tocaba trabajar, claro, que para eso habíamos
ido.