Hay días que este trabajo te deja
con la boca abierta, sin más. Cualquier policía ha vivido un millar de
historias que, a quien no sabe del tema, como mínimo le llaman la atención. La
mayoría se las guardan; yo intento iluminaros un poquito, que no todo es épico
y peliculero. De hecho, casi nada lo es. Gracias a Dios, añadiría.
Por
aquel entonces estaba destinado en Seguridad Ciudadana. Recorría mi distrito de
madrugada. Era fin de semana, los peores días para trabajar de noche: peleas de
borrachos, conflictos, robos... Cuando ocurrió ya amanecía y la cosa se había
tranquilizado hasta el punto del aburrimiento, el peor enemigo del patrullero
cansado.
Enfilábamos
una zona residencial y mi compañero vio a alguien que le llamó la atención: un
chaval en chándal, de unos veinte años que, al reparar en la presencia del zeta ocultó una bolsa de plástico que
llevaba en la mano. Pensamos que podría ser droga y, necesitados de un
revulsivo que nos espabilara un poco, nos dirigimos hacia él. Bajamos del
vehículo y le dimos el alto. El tipo, mientras tanto, se había dedicado a coger
trozos de la sustancia que llevaba y metérselas en la boca, masticarlas y
deglutirlas. Vamos, lo que viene siendo comer de toda la vida... Su mirada
huidiza y su actitud que, ante nuestra presencia, se refugió en un portal, nos
mostró a las claras que ahí pasaba algo raro.
—Buenas
noches. ¿Qué llevas ahí? —le preguntó el veterano que iba conmigo.
—Nada,
señor agente. Son vitaminas y proteínas, ya sabe... para el deporte y eso.
—A
ver, déjamelo ver...
Es
habitual que los camellos y adictos intenten engañar a la Policía y, desde
luego, el tipo ocultaba algo...
—¡Joder!
—exclamó mi compañero—. ¡Anda, tira, tira! ¡Lárgate!
El
individuo se apresuró a obedecer, casi a la carrera, mientras seguía cogiendo
trocitos de la sustancia para comerlos.
—¿No
le tomamos los datos ni nada? —pregunté, extrañado.
—¡Quita,
quita! No lo quiero tener cerca. ¡Por Dios, por Dios!
Mi
función había sido dar seguridad, por lo que había estado un par de pasos
retrasado y en otro ángulo, de manera que me perdí los detalles más íntimos de
la intervención.
—¿Qué
es lo que había en la bolsa?
—¡Mierda!
¿Te lo puedes creer? ¡Mierda! ¡El muy gilipollas iba comiéndose un zurullo del
tamaño de mi antebrazo!
—¿Humano
o de perro?
—¡Vete
a tomar por el culo tú también!
Allí
nos partimos de risa los dos un buen rato antes de volver al coche y a la
Comisaría, que el relevo estaba a punto de llegar.
Hay
veces que las cosas no tienen una explicación lógica. La gente es así porque
tiene que haber de tó en la viña del
Señor.
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