domingo, 24 de agosto de 2014

El comemierdas

      Hay días que este trabajo te deja con la boca abierta, sin más. Cualquier policía ha vivido un millar de historias que, a quien no sabe del tema, como mínimo le llaman la atención. La mayoría se las guardan; yo intento iluminaros un poquito, que no todo es épico y peliculero. De hecho, casi nada lo es. Gracias a Dios, añadiría.
      Por aquel entonces estaba destinado en Seguridad Ciudadana. Recorría mi distrito de madrugada. Era fin de semana, los peores días para trabajar de noche: peleas de borrachos, conflictos, robos... Cuando ocurrió ya amanecía y la cosa se había tranquilizado hasta el punto del aburrimiento, el peor enemigo del patrullero cansado.
     Enfilábamos una zona residencial y mi compañero vio a alguien que le llamó la atención: un chaval en chándal, de unos veinte años que, al reparar en la presencia del zeta ocultó una bolsa de plástico que llevaba en la mano. Pensamos que podría ser droga y, necesitados de un revulsivo que nos espabilara un poco, nos dirigimos hacia él. Bajamos del vehículo y le dimos el alto. El tipo, mientras tanto, se había dedicado a coger trozos de la sustancia que llevaba y metérselas en la boca, masticarlas y deglutirlas. Vamos, lo que viene siendo comer de toda la vida... Su mirada huidiza y su actitud que, ante nuestra presencia, se refugió en un portal, nos mostró a las claras que ahí pasaba algo raro.
         —Buenas noches. ¿Qué llevas ahí? —le preguntó el veterano que iba conmigo.
        —Nada, señor agente. Son vitaminas y proteínas, ya sabe... para el deporte y eso.
         —A ver, déjamelo ver...
        Es habitual que los camellos y adictos intenten engañar a la Policía y, desde luego, el tipo ocultaba algo...
         —¡Joder! —exclamó mi compañero—. ¡Anda, tira, tira! ¡Lárgate!
       El individuo se apresuró a obedecer, casi a la carrera, mientras seguía cogiendo trocitos de la sustancia para comerlos.
         —¿No le tomamos los datos ni nada? —pregunté, extrañado.
         —¡Quita, quita! No lo quiero tener cerca. ¡Por Dios, por Dios!
      Mi función había sido dar seguridad, por lo que había estado un par de pasos retrasado y en otro ángulo, de manera que me perdí los detalles más íntimos de la intervención.
         —¿Qué es lo que había en la bolsa?
       —¡Mierda! ¿Te lo puedes creer? ¡Mierda! ¡El muy gilipollas iba comiéndose un zurullo del tamaño de mi antebrazo!
         —¿Humano o de perro?
         —¡Vete a tomar por el culo tú también!
      Allí nos partimos de risa los dos un buen rato antes de volver al coche y a la Comisaría, que el relevo estaba a punto de llegar.

         Hay veces que las cosas no tienen una explicación lógica. La gente es así porque tiene que haber de tó en la viña del Señor.

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