domingo, 17 de agosto de 2014

El carterista indiscreto

         Al principio de mi carrera, como casi todos los policías, estuve un tiempo destinado en Seguridad Ciudadana. Fue un tiempo breve, más que otros compañeros (algunos hacen toda su carrera en esa difícil especialidad), pero aún así atesoré anécdotas. Unas son bastante duras y alguna hasta desagradable, así que no tendrán cabida en estas líneas. La que os traigo tuvo lugar durante las fiestas locales, que atraían a miles de personas y durante las cuales la ciudad se ponía de bote en bote.
         Me tocó trabajar de paisano en un dispositivo especial para atajar el hurto de carteras, algo habitual en las aglomeraciones que se producían día sí y día también. Un subinspector, verdadero experto en carteristas, nos explicó algunas de las reglas básicas para reconocerlos:
         —Suele ser gente bien vestida, para no llamar la atención en público, con zapatos cómodos por si han de correr. Siempre llevan algo que usan de "muleta", es decir para que no se vean sus manos mientras hurgan en el bolso ajeno. Puede ser un periódico, una chaqueta... cualquier cosa. Veréis que se acercan mucho a su víctima, en ocasiones creando falsos embotellamientos a los que contribuyen sus secuaces, poniéndose por delante del objetivo.
         Después de las lecciones, nos dividimos y nos lanzamos por las calles. A mí me tocó con otro veterano al que no le gustaba demasiado eso de las carteras —pensaba que era perder el tiempo— aunque, como buen profesional, asumió la misión encomendada. A mí, que estaba recién entrado, hasta vigilar a un detenido me parecía apasionante.
         Las primeras horas pasaron sin novedad hasta que nos incrustamos en una procesión. Viéndolos pasar, mi compañero me dio un codazo en las costillas.
         —¡Mira, chaval! ¡Ahí tienes uno!
         —¿Ahí? ¿Dónde? —Yo no veía nada que me llamase la atención, solo mogollón de gente apelotonada. Me faltaban años para coger algo de instinto.
         —¡Ahí delante, cojones! Tú estate aquí y aprende.
         El hombre, con sus cincuenta años cumplidos y paso decidido, se lanzó hacia delante. Entonces lo vi: un tipo de unos cuarenta, más bien bajito y muy calvo, en pleno contacto físico con la dama que le precedía, de buen ver y de unos treinta y cinco, alta y elegante. Como nos habían explicado, con un diario cubría sus manos. Me puse tan nervioso como es de esperar en un nuevo... pero me habían ordenado esperar y esperé.
         El policía se acercó al tipo y, con decisión y cara de triunfo, le arrancó la "muleta". Al instante, el rostro le cambió en una indescriptible mezcla de asco y cabreo. Enrolló el periódico y empezó a golpear con él la entrepierna del tipejo, que se largó corriendo, perseguido por el agente que gritaba "guarro, guarro, ¡si serás guarro!".
         Después de un rato, sofocado e indignado, el veterano, un hombre, además, de profundas convicciones católicas, volvió a mi lado.
         —¿Qué? ¿No hay detenido?
         —¿Detenido? ¡El muy cerdo! Pues no, no hay detenido. ¡Vámonos a Comisaría!
         Y es que el carterista no era tal: era un "rabero", esto es, un abusador sexual que se dedica a frotar su pene con las nalgas de mujeres inadvertidas (lo que llaman, en argot, "arrimar la cebolleta"). El policía se había encontrado con el badajo desnudo del señor en plena excitación... vamos, que casi agarra algo más que papel...
         Esos delitos no existen si no hay denuncia y la buena señora, que de no ser por nosotros no se habría enterado de nada, rechazó ponerla.
         Al final yo me tuve que aguantar la risa, que mi contraparte estaba muy indignado, y nuestro único botín fueron unas hojas viejas de periódico, hasta que se dio cuenta que las llevaba y las tiró a una papelera.

         Unos días más tarde, por contra, el éxito nos sonrió y pillamos a un grupo organizado de carteristas con mucho dinero y tarjetas robadas encima, pero esa es otra historia para otro tipo de blogs...

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