Al
principio de mi carrera, como casi todos los policías, estuve un tiempo destinado
en Seguridad Ciudadana. Fue un tiempo breve, más que otros compañeros (algunos
hacen toda su carrera en esa difícil especialidad), pero aún así atesoré anécdotas.
Unas son bastante duras y alguna hasta desagradable, así que no tendrán cabida
en estas líneas. La que os traigo tuvo lugar durante las fiestas locales, que
atraían a miles de personas y durante las cuales la ciudad se ponía de bote en
bote.
Me
tocó trabajar de paisano en un dispositivo especial para atajar el hurto de
carteras, algo habitual en las aglomeraciones que se producían día sí y día
también. Un subinspector, verdadero experto en carteristas, nos explicó algunas
de las reglas básicas para reconocerlos:
—Suele
ser gente bien vestida, para no llamar la atención en público, con zapatos
cómodos por si han de correr. Siempre llevan algo que usan de
"muleta", es decir para que no se vean sus manos mientras hurgan en
el bolso ajeno. Puede ser un periódico, una chaqueta... cualquier cosa. Veréis
que se acercan mucho a su víctima, en ocasiones creando falsos embotellamientos
a los que contribuyen sus secuaces, poniéndose por delante del objetivo.
Después
de las lecciones, nos dividimos y nos lanzamos por las calles. A mí me tocó con
otro veterano al que no le gustaba demasiado eso de las carteras —pensaba que
era perder el tiempo— aunque, como buen profesional, asumió la misión
encomendada. A mí, que estaba recién entrado, hasta vigilar a un detenido me
parecía apasionante.
Las
primeras horas pasaron sin novedad hasta que nos incrustamos en una procesión.
Viéndolos pasar, mi compañero me dio un codazo en las costillas.
—¡Mira,
chaval! ¡Ahí tienes uno!
—¿Ahí?
¿Dónde? —Yo no veía nada que me llamase la atención, solo mogollón de gente
apelotonada. Me faltaban años para coger algo de instinto.
—¡Ahí
delante, cojones! Tú estate aquí y aprende.
El
hombre, con sus cincuenta años cumplidos y paso decidido, se lanzó hacia
delante. Entonces lo vi: un tipo de unos cuarenta, más bien bajito y muy calvo,
en pleno contacto físico con la dama que le precedía, de buen ver y de unos
treinta y cinco, alta y elegante. Como nos habían explicado, con un diario
cubría sus manos. Me puse tan nervioso como es de esperar en un nuevo... pero
me habían ordenado esperar y esperé.
El
policía se acercó al tipo y, con decisión y cara de triunfo, le arrancó la
"muleta". Al instante, el rostro le cambió en una indescriptible mezcla
de asco y cabreo. Enrolló el periódico y empezó a golpear con él la entrepierna
del tipejo, que se largó corriendo, perseguido por el agente que gritaba
"guarro, guarro, ¡si serás guarro!".
Después
de un rato, sofocado e indignado, el veterano, un hombre, además, de profundas
convicciones católicas, volvió a mi lado.
—¿Qué?
¿No hay detenido?
—¿Detenido?
¡El muy cerdo! Pues no, no hay detenido. ¡Vámonos a Comisaría!
Y
es que el carterista no era tal: era un "rabero", esto es, un
abusador sexual que se dedica a frotar su pene con las nalgas de mujeres
inadvertidas (lo que llaman, en argot, "arrimar la cebolleta"). El
policía se había encontrado con el badajo desnudo del señor en plena excitación...
vamos, que casi agarra algo más que papel...
Esos
delitos no existen si no hay denuncia y la buena señora, que de no ser por
nosotros no se habría enterado de nada, rechazó ponerla.
Al
final yo me tuve que aguantar la risa, que mi contraparte estaba muy indignado,
y nuestro único botín fueron unas hojas viejas de periódico, hasta que se dio
cuenta que las llevaba y las tiró a una papelera.
Unos
días más tarde, por contra, el éxito nos sonrió y pillamos a un grupo organizado
de carteristas con mucho dinero y tarjetas robadas encima, pero esa es otra
historia para otro tipo de blogs...
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