En
la dureza de nuestro trabajo debemos encontrar algo que nos desahogue, que
permita liberar una tensión que de otra manera haría casi insoportable trabajar
con los abusos sexuales a menores. Por eso desarrollamos un peculiar humor que
tal vez, fuera del contexto, no haga ni puñetera gracia. Esta anécdota de hoy nos
ha hecho dar grandes carcajadas al recordarla. Vosotros diréis si también es
graciosa vista desde fuera.
Era
un registro más, buscando pornografía infantil, de esos que hacemos muchas
decenas al año. Desde la casa objetivo se habían realizado múltiples descargas
y envíos de archivos ilegales durante varios meses. En cualquier caso no había
ninguna duda, por lo que el juzgado nos dio el oportuno mandamiento de entrada.
Hasta que no se ejecutase no podríamos saber quién de los moradores iba a
acabar detenido.
La
experiencia en estos casos nos indica, más o menos, por dónde suelen ir los
tiros: el consumidor de vídeos de abusos a niños suele ser un chaval entre 15 y
25 años como primera opción. La segunda, el padre de familia, con entre 35 y 50
años. Las personas mayores, por su poca relación con la informática y un menor
deseo sexual, raramente son los responsables. A ver, entre los ancianos hay
tantos pedófilos como entre el resto de la sociedad, pero, en primer lugar, no
suelen recurrir a Internet para satisfacer sus ansias y, en segundo, esas
ansias acuden mucho más espaciadas que a un adolescente con la hormona
disparada.
Para
más inri, nuestro principal objetivo, un hombre de 30 años, tenía billetes para
Tailandia, uno de los paraísos del turismo sexual con menores. Con esos indicios
entramos aquella mañana en la casa. El presunto viajero se quedó con los ojos
como platos y nos dio acceso sin pegas a todos sus equipos. No había nada reseñable.
—Precisamente
me iba con mi novia a Tailandia hoy. ¿Creen que podré llegar a tiempo?
—Depende
—fue nuestra respuesta.
Aún
no lo sabíamos: podría estar detenido, podría acabar en prisión... demasiadas
posibilidades. Lo de hacer el viaje con una señorita, por otro lado, tiraba por
tierra la teoría del turista sexual. Extraño.
Mientras
tanto, el registro continuaba y seguíamos sin encontrar un solo indicio de lo
buscado. El compañero que estaba examinando los ordenadores acabó por encogerse
de hombros.
—Aquí
no hay nada. Ni siquiera está instalado el programa que usa para compartir los
archivos.
La
jefa llamó a la base. Nos confirmaron que, en ese mismo instante, se seguía
emitiendo pornografía infantil desde el domicilio.
—¿Hay
algún ordenador más en la casa? —le pregunté al todavía anonadado morador.
—No...
Bueno sí, el portátil de mi abuelo, aunque tiene ochenta años... no creo que...
—¡Vamos
a comprobarlo!
El
buen señor estaba en una biblioteca impresionante, de las que salen en las
películas de misterio, sentado en un butacón con el portátil sobre las piernas.
—Abuelo,
estas personas son policías y...
—Ya,
ya... ¿qué? ¿venís por lo de los niños?
—¡Abuelo!
El
señor se limitó a encogerse de hombros.
—Si
quieres, les digo donde están y vamos ganando tiempo y tal...
—Si
es tan amable...
Cogí
el equipo y, en menos de un minuto, encontré los vídeos. Algunos de ellos eran
exactamente los que habíamos detectado y fueron los que elegimos para
reproducir. Nada más empezar el primero, la secretaria judicial pidió que lo
parase:
—Ya
vale. No es necesario llegar hasta el final.
Naturalmente
se refería a que las imágenes eran muy duras y, sin ser estrictamente
necesario, no veía la necesidad de tragárselas enteras: ya podía dar fe de lo
que se veía en ellas.
—Ya,
ya... —saltó el viejo—. Si yo tampoco los veo hasta el final. Acabo antes,
¿saben?
Acompañó
sus palabras de un significativo guiño de ojo. Picaruelo, el bribón.
—¡Pero
abuelo, por Dios!
—¿Acaba
de contarnos sus hábitos masturbatorios o solo me lo ha parecido? —me susurró
un compañero.
—Lo
ha hecho, lo ha hecho... —le respondí, en el mismo tono.
El
nieto no sabía dónde meterse, la secretaria le miraba con una cara de asco que
no se molestaba en disimular y yo pensaba que el tipejo no tenía ni idea del
lío en el que se estaba metiendo. Quizá pensase que, a su edad, lo mismo le
daba ocho que ochenta. Lo cierto es que un delito es un delito y la Policía
actúa.
—Ah,
pero ¿me van a detener? ¿Por eso? ¡Si estoy ya jubilado y todo, oigan!
—Sí,
sí... Lo que usted quiera. Ya se lo contará al juez.
El
señor vino con nosotros muy indignado.
—¡Qué
falta de respeto a sus mayores! —me lanzó, ya en el coche.
No
soy yo de responder a los detenidos. Otra persona le habría respondido que
quizá la falta de respeto era la suya hacia los niños.
El
caso es que al final le fastidió el viaje al nieto que, aunque hubiera podido
hacerlo (nosotros no teníamos nada con él), eligió quedarse por si su yayo
necesitaba algo.
Por
fin, cuando terminamos el atestado y pudimos hablar, reaccionamos todos y nos
empezamos a creer eso que, hasta el momento, no nos ha vuelto a pasar y
esperamos que así sea: que un detenido nos cuente cómo le da al manubrio.