Como tantas otras veces, estábamos
en la calle, comprobando algunos datos que nos habían dicho. Por ello fuimos a
un domicilio madrileño. Estábamos interesados en el inquilino del ático. Para
que nos franqueasen la puerta llamamos a la planta baja.
—¿Quién
es? —respondió la cascada voz de un varón joven.
—Policía.
¿Puede abrirnos, por favor?
Silencio.
Más silencio. El portal que no se abre. Qué raro. Decidimos volver a llamar.
—¿Sí?
—Policía.
¿Podría abrirnos, por favor?
—Sí,
sí... claro —sonidos de una cisterna de WC vaciándose una y otra vez—. Ahora
mismo.
Por
fin se oye el zumbido del portero automático y logramos acceder. Al poco,
naturalmente, estamos llamando a su puerta. La mejor manera de saber sobre un
vecino es preguntarle a otro vecino.
Otro
buen rato de espera... y, después, abre una señora tan mayor que parecía más
una momia que un ser humano, incapaz apenas de pronunciar. Detrás de ella, un
chaval menudo con unas pintas de yoncarra que tiraba de espaldas.
—¿En
qué les puedo ayudar, señores? —alcanza a decir la anciana.
—Nos
gustaría hacerle un par de preguntas... ¿conoce a los vecinos?
Balbucea
una serie de incoherencias ininteligibles. Poco íbamos a sacar: la pobre estaba
con pie y medio ya en el otro barrio. Así que mis miradas se dirigen a su
"hijo". O lo que fuera.
—¿Y
usted, caballero? ¿Podría decirme algo de los vecinos?
—No,
verá... es que no tengo relación con ellos —contesta, tan nervioso que se
trabuca cada dos palabras—. No sé nada. Ni quienes son ni nada...
En
fin. A veces pasan esas cosas. Nos encogemos de hombros y vamos escaleras arriba,
a ver si conseguimos hablar con algún otro.
Una
peculiaridad de intentar hablar con alguien a media mañana en un edificio de
apartamentos modernos es que, normalmente, no encuentras a nadie. Así, fuimos
de piso en piso hasta el ático, donde el vecino de nuestro supuesto objetivo
nos abrió la puerta.
La
conversación fue con rapidez al grano y el hombre, que tenía ganas de rajar, no
se mordió la lengua. Eso sí, tenía ganas de hablar de otra persona:
—El
señor de enfrente lleva viviendo en los Estados Unidos dos años, así que no
creo que sea el que buscan ustedes. Aquí solo viene por vacaciones, apenas unos
días... Pero ya que están aquí, déjenme que les hable del desgraciado del bajo:
es un camello que vende heroína y otras drogas en el piso de su venerable tía.
Día y noche no paran de acudir drogadictos y está convirtiendo la calle en un
foco peligroso de marginalidad. Además, por si eso fuera poco, nos amenaza si
le decimos algo.
Superada
la sorpresa inicial —admito que, hasta ese momento, no había caído en la cuenta—,
nos batimos en retirada. Pasaríamos una nota a la Comisaría de su distrito, que
seguro que la cogían con ganas, pero nada más. Caía fuera de nuestro ámbito
competencial y no me gusta pisar el sembrado de nadie. Por supuesto, le
recomendamos denunciar si las coacciones se dirigían a alguien que conociera.
Así
pues, al oír "Policía", el pequeño traficante se había cagado encima.
Las descargas del retrete se debían a sus apresurados intentos por deshacerse
de la mercancía. Sin duda pensaba que estábamos ahí por él y que no tardaríamos
en tirar la puerta abajo. Craso error. Nuestra inocente pregunta le costó un
buen puñado de dinero en mercancía y, de verdad, no me da ninguna pena. Como ya
he dicho alguna vez, no me gusta nada de lo que tiene que ver con las drogas.
Ya he visto —solo laboralmente, gracias a Dios—, las miserias que causa su uso
"recreativo". Son historias que aquí no voy a contar: para
deprimirnos ya tenemos otras cosas que leer.
Al
bajar las escaleras, el chavalillo salía de su casa. Al vernos tuvo de nuevo la
sensación de echar a correr, que consiguió aguantarse. La cambió por una mirada
llena de odio. Si pudiera matar con la vista, allí habríamos sido fulminados.
Él
se quedó en el autobús que iba hacia las Barranquillas y nosotros, de vuelta en
el coche a continuar con las gestiones de la mañana. Sin duda, le habíamos fastidiado
el negocio. Al menos por un día.
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