martes, 8 de julio de 2014

La triste historia del camello confundido

    Como tantas otras veces, estábamos en la calle, comprobando algunos datos que nos habían dicho. Por ello fuimos a un domicilio madrileño. Estábamos interesados en el inquilino del ático. Para que nos franqueasen la puerta llamamos a la planta baja.
       —¿Quién es? —respondió la cascada voz de un varón joven.
       —Policía. ¿Puede abrirnos, por favor?
         Silencio. Más silencio. El portal que no se abre. Qué raro. Decidimos volver a llamar.
         —¿Sí?
         —Policía. ¿Podría abrirnos, por favor?
         —Sí, sí... claro —sonidos de una cisterna de WC vaciándose una y otra vez—. Ahora mismo.
         Por fin se oye el zumbido del portero automático y logramos acceder. Al poco, naturalmente, estamos llamando a su puerta. La mejor manera de saber sobre un vecino es preguntarle a otro vecino.
         Otro buen rato de espera... y, después, abre una señora tan mayor que parecía más una momia que un ser humano, incapaz apenas de pronunciar. Detrás de ella, un chaval menudo con unas pintas de yoncarra que tiraba de espaldas.
         —¿En qué les puedo ayudar, señores? —alcanza a decir la anciana.
         —Nos gustaría hacerle un par de preguntas... ¿conoce a los vecinos?
         Balbucea una serie de incoherencias ininteligibles. Poco íbamos a sacar: la pobre estaba con pie y medio ya en el otro barrio. Así que mis miradas se dirigen a su "hijo". O lo que fuera.
       —¿Y usted, caballero? ¿Podría decirme algo de los vecinos?
        —No, verá... es que no tengo relación con ellos —contesta, tan nervioso que se trabuca cada dos palabras—. No sé nada. Ni quienes son ni nada...
        En fin. A veces pasan esas cosas. Nos encogemos de hombros y vamos escaleras arriba, a ver si conseguimos hablar con algún otro.
         Una peculiaridad de intentar hablar con alguien a media mañana en un edificio de apartamentos modernos es que, normalmente, no encuentras a nadie. Así, fuimos de piso en piso hasta el ático, donde el vecino de nuestro supuesto objetivo nos abrió la puerta.
        La conversación fue con rapidez al grano y el hombre, que tenía ganas de rajar, no se mordió la lengua. Eso sí, tenía ganas de hablar de otra persona:
        —El señor de enfrente lleva viviendo en los Estados Unidos dos años, así que no creo que sea el que buscan ustedes. Aquí solo viene por vacaciones, apenas unos días... Pero ya que están aquí, déjenme que les hable del desgraciado del bajo: es un camello que vende heroína y otras drogas en el piso de su venerable tía. Día y noche no paran de acudir drogadictos y está convirtiendo la calle en un foco peligroso de marginalidad. Además, por si eso fuera poco, nos amenaza si le decimos algo.
         Superada la sorpresa inicial —admito que, hasta ese momento, no había caído en la cuenta—, nos batimos en retirada. Pasaríamos una nota a la Comisaría de su distrito, que seguro que la cogían con ganas, pero nada más. Caía fuera de nuestro ámbito competencial y no me gusta pisar el sembrado de nadie. Por supuesto, le recomendamos denunciar si las coacciones se dirigían a alguien que conociera.
         Así pues, al oír "Policía", el pequeño traficante se había cagado encima. Las descargas del retrete se debían a sus apresurados intentos por deshacerse de la mercancía. Sin duda pensaba que estábamos ahí por él y que no tardaríamos en tirar la puerta abajo. Craso error. Nuestra inocente pregunta le costó un buen puñado de dinero en mercancía y, de verdad, no me da ninguna pena. Como ya he dicho alguna vez, no me gusta nada de lo que tiene que ver con las drogas. Ya he visto —solo laboralmente, gracias a Dios—, las miserias que causa su uso "recreativo". Son historias que aquí no voy a contar: para deprimirnos ya tenemos otras cosas que leer.
         Al bajar las escaleras, el chavalillo salía de su casa. Al vernos tuvo de nuevo la sensación de echar a correr, que consiguió aguantarse. La cambió por una mirada llena de odio. Si pudiera matar con la vista, allí habríamos sido fulminados.

         Él se quedó en el autobús que iba hacia las Barranquillas y nosotros, de vuelta en el coche a continuar con las gestiones de la mañana. Sin duda, le habíamos fastidiado el negocio. Al menos por un día.

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