En estas fechas, con las fiestas de
San Fermín en Pamplona, parece que a todo el mundo se le olvida durante unos
días la defensa de los animales y la cruel tortura que sufren los toros en las
plazas.
Hoy
no vais a encontrar risas en estas líneas, sino una explicación de cómo pasó de
gustarme (no entusiasmarme, que nunca lo ha hecho) la tauromaquia hasta el odio
visceral que siento hoy... y lo cuento aquí porque sí: también tiene que ver
con ser policía.
De
pequeño, de vez en cuando veía las corridas por la tele. Incluso jugábamos
"a los toros" con mi hermano, para lo que usábamos una
"capa" de un viejo disfraz de Superman. Luego, con los años, uno va
pensando en lo que realmente ocurre allí: en que se causan gratuitamente una
serie de heridas a un animal herbívoro (que no molesta a nadie en su estado
natural). La sangre, el dolor no forman parte de algo edificante, por lo que desterré
esa actividad de las preferencias y empecé a decir que "no me gustan los
toros, pero que cada cual haga lo que le parezca".
Luego
aprobé la oposición y empecé mis prácticas en Calatayud. Allí, para las fiestas
de San Roque me tocó acudir al dispositivo de seguridad de una corrida. Algunos
compañeros estaban en la entrada, otros en las gradas... y a mí me asignaron la
barrera, a pie de arena, separado tan solo por un burladero y la valla de
madera.
El
evento empieza. El primer toro entra, corriendo. Asustado. Buscando refugio o
escapatoria. Yo estaba allí. Pude mirarles a los ojos no una, sino seis veces.
El pánico que se reflejaba en ellos. Y la gente, enardecida, entusiasmada cada
vez que brotaba sangre, protestaba cuando el ensañamiento no era el suficiente.
El
animal no entendía lo que le pasaba, por qué le ocurría eso, con la lengua
fuera y la cabeza baja, dado que tenía toda la musculatura destrozada y ya no
la podría subir más. Aquellos mugidos terribles cuando entraba la espada eran
de dolor, prolongado y agudo. Al final, caído, aún vivo, enganchado a las mulas
que se lo llevan del ruedo, directo a despiezar.
Y
los ojos. Siempre los ojos. Esos ojos, por sextuplicado, tan confundidos, tan
ignorantes, tan aterrados, son lo que hoy, tantos años después, recuerdo
vivamente.
Ese
día tuve una epifanía. Entendí lo que representaba el toreo: psicopatía.
Alguien que no solo no es capaz de empatizar con el dolor ajeno, sino que
disfruta viéndolo —o incluso causándolo—, no puede ser una buena persona. No
hay belleza en ello. No hay espectáculo. No hay nada más que un oscuro negocio
y la satisfacción de instintos macabros (quien los tenga).
Estaba
de uniforme, así que tuve que evitar las lágrimas, porque os juro que pugnaban
por salir una y otra vez. Aún se me encoje el corazón cuando lo recuerdo. Ese
fue uno de los días más difíciles que he tenido que afrontar en esta profesión.
Menos mal que no se ha repetido y espero que no lo haga nunca.
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