domingo, 13 de julio de 2014

El día más difícil en la plaza de toros

En estas fechas, con las fiestas de San Fermín en Pamplona, parece que a todo el mundo se le olvida durante unos días la defensa de los animales y la cruel tortura que sufren los toros en las plazas.

         Hoy no vais a encontrar risas en estas líneas, sino una explicación de cómo pasó de gustarme (no entusiasmarme, que nunca lo ha hecho) la tauromaquia hasta el odio visceral que siento hoy... y lo cuento aquí porque sí: también tiene que ver con ser policía.
         De pequeño, de vez en cuando veía las corridas por la tele. Incluso jugábamos "a los toros" con mi hermano, para lo que usábamos una "capa" de un viejo disfraz de Superman. Luego, con los años, uno va pensando en lo que realmente ocurre allí: en que se causan gratuitamente una serie de heridas a un animal herbívoro (que no molesta a nadie en su estado natural). La sangre, el dolor no forman parte de algo edificante, por lo que desterré esa actividad de las preferencias y empecé a decir que "no me gustan los toros, pero que cada cual haga lo que le parezca".
         Luego aprobé la oposición y empecé mis prácticas en Calatayud. Allí, para las fiestas de San Roque me tocó acudir al dispositivo de seguridad de una corrida. Algunos compañeros estaban en la entrada, otros en las gradas... y a mí me asignaron la barrera, a pie de arena, separado tan solo por un burladero y la valla de madera.
         El evento empieza. El primer toro entra, corriendo. Asustado. Buscando refugio o escapatoria. Yo estaba allí. Pude mirarles a los ojos no una, sino seis veces. El pánico que se reflejaba en ellos. Y la gente, enardecida, entusiasmada cada vez que brotaba sangre, protestaba cuando el ensañamiento no era el suficiente.
         El animal no entendía lo que le pasaba, por qué le ocurría eso, con la lengua fuera y la cabeza baja, dado que tenía toda la musculatura destrozada y ya no la podría subir más. Aquellos mugidos terribles cuando entraba la espada eran de dolor, prolongado y agudo. Al final, caído, aún vivo, enganchado a las mulas que se lo llevan del ruedo, directo a despiezar.
         Y los ojos. Siempre los ojos. Esos ojos, por sextuplicado, tan confundidos, tan ignorantes, tan aterrados, son lo que hoy, tantos años después, recuerdo vivamente.
         Ese día tuve una epifanía. Entendí lo que representaba el toreo: psicopatía. Alguien que no solo no es capaz de empatizar con el dolor ajeno, sino que disfruta viéndolo —o incluso causándolo—, no puede ser una buena persona. No hay belleza en ello. No hay espectáculo. No hay nada más que un oscuro negocio y la satisfacción de instintos macabros (quien los tenga).

         Estaba de uniforme, así que tuve que evitar las lágrimas, porque os juro que pugnaban por salir una y otra vez. Aún se me encoje el corazón cuando lo recuerdo. Ese fue uno de los días más difíciles que he tenido que afrontar en esta profesión. Menos mal que no se ha repetido y espero que no lo haga nunca.

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