Hay
ocasiones en la que desde el principio ya intuyes que las cosas no van a ser
exactamente comunes. Ni siquiera lógicas. Hablo, por supuesto, desde la
perspectiva del delincuente pedófilo, no de la del ciudadano. Después de un
tiempo haciendo esto ya sabes lo que puedes esperarte en cada operación.
Aquella,
desde luego, ya empezó rara: un tipo había publicado un manifiesto a favor
de... todo lo sexual. El escrito era bastante retorcido per se. Nadie en su sano juicio se creía lo que había puesto. Ni él
mismo. Era un obvio intento de ser "transgresor", de provocar por el
hecho de provocar. No doy más pistas sobre dónde lo colgó —un sitio muy popular
entre cierta clase de gente— ni de qué iba exactamente, para evitar que los que
lo leyeron y conocen al tipo en cuestión puedan sumar dos y dos. El caso es que
había aderezado su diatriba con, entre otras, imágenes de explotación sexual de
niños... y ahí está la línea que no se puede trazar, la que nos puso en marcha.
Lo
centramos en una pequeña ciudad del interior, a la que se había desplazado
desde su costa natal tras varios encontronazos con sus padres que incluyeron
denuncias entrecruzadas, a menudo por tonterías, nunca por agresiones físicas.
Para allí que fuimos, en vez de dejárselo a los compañeros de la localidad, en
parte por mi insistencia personal (dado que conocía la página donde lo publicó)
y, aunque mi jefe no era muy partidario, se dejó convencer.
—¡Ah!
¿Sois la Policía? ¡Os estaba esperando, pasad, pasad!
Esa
fue su bienvenida cuando nos plantamos en su domicilio junto con la comisión
judicial, lo que ya nos dejó con los ojos como platos. Nos explicó que el
administrador de la web le había avisado de que habíamos hecho las adecuadas
consultas sobre las IP de quien había subido aquel contenido, que se vio, por
otro lado, obligado a retirar, así que sabía que era cuestión de tiempo que,
antes o después, nos pasásemos por allí.
Por
cierto, ese administrador se libró por los pelos de un delito de obstrucción a
la justicia, por advertir a un delincuente de que estaba siendo investigado.
Otra vez —porque habrá más veces— no tendrá un juez tan considerado y acabará
en un calabozo...
—Pues
si sabes por qué estamos aquí supongo que habrás eliminado todo aquel contenido
tan desagradable, ¿no?
—No,
no, para nada —nos volvió a sorprender—. Lo tenéis todo en una carpeta en el
escritorio, para que no tengáis que buscarlo por ningún sitio. Las fotos que
usé y otras que también guardaba.
Tan
sorprendidos nos había dejado que iniciamos la inspección del ordenador sin
haber realizado una requisa en profundidad del domicilio, algo que está dentro
de las medidas de seguridad más elementales.
Efectivamente,
encontramos ese contenido y ningún otro, porque aquel tipo no era un pedófilo. Solo
un provocador bastante despistado sobre los límites de la legalidad. Mientras
tanto, los compañeros de aquella provincia iniciaron el registro de la
habitación contigua, dado que podía ser supervisado por el secretario al mismo
tiempo y así ganábamos agilidad. A los veinte segundos, acude uno de ellos a
hablar con mi jefe.
—Oye,
que en la cama hay una tía durmiendo...
—¿Una
tía durmiendo? —responde el inspector, sorprendido y un poco preocupado.
—Sí,
claro —interviene el investigado—. Es mi novia. Estará cansada, la pobre...
—Jefe...
es que dice que registremos si queremos, que ella no se levanta...
...Y
efectivamente, la señorita no se movió, ni siquiera volvió a abrir los ojos,
durante todo el rato que duró la diligencia. Incluso cuando miramos debajo de
la cama. Porque respiraba, que si no hubiera pensado que estaba muerta.
Peculiar situación...
Acabamos
la diligencia y, con el chaval detenido, fuimos a la Comisaría para instruir
las diligencias y tomarle declaración.
El
primer trámite es la reseña (para la ficha de antecedentes), que consiste,
básicamente, en fotografiarle y tomarle todas las huellas dactilares y palmares
para introducirlas en el sistema de identificación. Para ello lo condujimos al
calabozo y la situación ocurrió más o menos así:
—Hola,
buenos días...
Aparece
el encargado, un policía ya entrado en años y en kilos.
—¿En
qué puedo ayudaros, chicos?
—Pues
traíamos a un individuo para su reseña...
En
esto, el "individuo" en cuestión se adelanta y estrecha con
efusividad la mano del funcionario.
—¿Y
eso? ¿Eres de prácticas o algo? No te tengo visto...
—No,
no... —le expliqué, todavía sin asimilar lo que acaba de pasar—. A quien hay que
reseñar es a él.
Aquí
vienen una serie de exabruptos que tampoco veo razón en detallar y el veterano
se va, murmurando, a lavarse con jabón... y porque no tenía estropajo.
—Encima,
un guarro de esos "pedofílicos". ¡Y me da la mano! ¡La mano! ¡Qué no
habrá hecho con esa mano, la madre que lo parió! ¡Qué asco, por Dios...!
Tras
un incómodo —para todos menos para nuestro "invitado"— rato de
espera, apareció el compañero de Científica y, al terminar, lo subimos a
tomarle declaración... donde, por supuesto, también dio la nota:
Llega
su abogado, se sientan lado a lado y mi jefe empieza a explicar un poco la
situación:
—Mira,
escribiste un largo artículo sobre temas sexuales que, la verdad, a nosotros ni
nos va ni nos viene. El problema es que usaste varias fotografías de niños
sometidos a abusos y eso no puede ser. Por eso hemos tenido que intervenir y...
—Sí,
sí... —le interrumpió, a media frase— pero, dígame... ¿le ha gustado?
—¿Perdona?
—Que
si estaba bien escrito y eso... Ya sabe, mi prosa.
Nunca,
hasta ese día, había visto a ese inspector quedarse sin palabras. Después de
unos segundos de desconcierto, atinó a contestar.
—Esa
no es la cuestión, si me gusta o no me gusta... El caso es que se ha cometido
un delito.
—Chico
—intervino su abogado—, estás aquí para contestar, no para preguntar. Céntrate,
céntrate...
Yo
estaba en otro ordenador, en un despacho adyacente que se comunicaba por una
puerta interior y lo oía todo. Me aguantaba la risa con tanta energía que me
corrían los lagrimones por las mejillas. Menos mal que no había nadie más
conmigo.
A
partir de ahí, detalló con pelos y señales todo lo que quisimos preguntarle. Realmente
tenía poco que ocultar. Todo había sido una mezcla entre chiquillada y
provocación mal dirigida. Por eso decidimos ponerlo en libertad con cargos.
Aunque muy equilibrado no estaba, lo que había hecho no tenía la suficiente
entidad como para que pasase una noche en el calabozo.
Como
era de esperar, antes de irse tuvo que hacer una más: ya se dirigía hacia la
escalera cuando me vio en el cuarto de al lado, tecleando la nota informativa
para los jefes, por fortuna ya recuperado de las lágrimas. No se le ocurrió
otra cosa que agarrarse con ambas manos al quicio de la puerta y, con el cuerpo
escondido tras ésta, asomar la cabeza y decirme:
—¡Hasta
luego! ¡Gracias por todo!
No
le respondí. No es que no quisiera... es que una vez más me había descolocado.
—¡La
última, Eduardo! —dijo el jefe, que entró por el interior un par de minutos
después, tras despedir al letrado—. ¡Es la última vez que me convences para
alguno de tus líos raros!
Ya,
por fin, estallé en carcajadas. La ocasión lo había merecido. En mi vida me he
visto en otra tan, pero tan peculiar.