lunes, 30 de junio de 2014

La rocambolesca investigación del desequilibrado que lo dejaba todo a la vista

       Hay ocasiones en la que desde el principio ya intuyes que las cosas no van a ser exactamente comunes. Ni siquiera lógicas. Hablo, por supuesto, desde la perspectiva del delincuente pedófilo, no de la del ciudadano. Después de un tiempo haciendo esto ya sabes lo que puedes esperarte en cada operación.
         Aquella, desde luego, ya empezó rara: un tipo había publicado un manifiesto a favor de... todo lo sexual. El escrito era bastante retorcido per se. Nadie en su sano juicio se creía lo que había puesto. Ni él mismo. Era un obvio intento de ser "transgresor", de provocar por el hecho de provocar. No doy más pistas sobre dónde lo colgó —un sitio muy popular entre cierta clase de gente— ni de qué iba exactamente, para evitar que los que lo leyeron y conocen al tipo en cuestión puedan sumar dos y dos. El caso es que había aderezado su diatriba con, entre otras, imágenes de explotación sexual de niños... y ahí está la línea que no se puede trazar, la que nos puso en marcha.
         Lo centramos en una pequeña ciudad del interior, a la que se había desplazado desde su costa natal tras varios encontronazos con sus padres que incluyeron denuncias entrecruzadas, a menudo por tonterías, nunca por agresiones físicas. Para allí que fuimos, en vez de dejárselo a los compañeros de la localidad, en parte por mi insistencia personal (dado que conocía la página donde lo publicó) y, aunque mi jefe no era muy partidario, se dejó convencer.
         —¡Ah! ¿Sois la Policía? ¡Os estaba esperando, pasad, pasad!
         Esa fue su bienvenida cuando nos plantamos en su domicilio junto con la comisión judicial, lo que ya nos dejó con los ojos como platos. Nos explicó que el administrador de la web le había avisado de que habíamos hecho las adecuadas consultas sobre las IP de quien había subido aquel contenido, que se vio, por otro lado, obligado a retirar, así que sabía que era cuestión de tiempo que, antes o después, nos pasásemos por allí.
         Por cierto, ese administrador se libró por los pelos de un delito de obstrucción a la justicia, por advertir a un delincuente de que estaba siendo investigado. Otra vez —porque habrá más veces— no tendrá un juez tan considerado y acabará en un calabozo...
         —Pues si sabes por qué estamos aquí supongo que habrás eliminado todo aquel contenido tan desagradable, ¿no?
         —No, no, para nada —nos volvió a sorprender—. Lo tenéis todo en una carpeta en el escritorio, para que no tengáis que buscarlo por ningún sitio. Las fotos que usé y otras que también guardaba.
         Tan sorprendidos nos había dejado que iniciamos la inspección del ordenador sin haber realizado una requisa en profundidad del domicilio, algo que está dentro de las medidas de seguridad más elementales.
         Efectivamente, encontramos ese contenido y ningún otro, porque aquel tipo no era un pedófilo. Solo un provocador bastante despistado sobre los límites de la legalidad. Mientras tanto, los compañeros de aquella provincia iniciaron el registro de la habitación contigua, dado que podía ser supervisado por el secretario al mismo tiempo y así ganábamos agilidad. A los veinte segundos, acude uno de ellos a hablar con mi jefe.
         —Oye, que en la cama hay una tía durmiendo...
   —¿Una tía durmiendo? —responde el inspector, sorprendido y un poco preocupado.
         —Sí, claro —interviene el investigado—. Es mi novia. Estará cansada, la pobre...
         —Jefe... es que dice que registremos si queremos, que ella no se levanta...
         ...Y efectivamente, la señorita no se movió, ni siquiera volvió a abrir los ojos, durante todo el rato que duró la diligencia. Incluso cuando miramos debajo de la cama. Porque respiraba, que si no hubiera pensado que estaba muerta. Peculiar situación...
         Acabamos la diligencia y, con el chaval detenido, fuimos a la Comisaría para instruir las diligencias y tomarle declaración.
         El primer trámite es la reseña (para la ficha de antecedentes), que consiste, básicamente, en fotografiarle y tomarle todas las huellas dactilares y palmares para introducirlas en el sistema de identificación. Para ello lo condujimos al calabozo y la situación ocurrió más o menos así:
         —Hola, buenos días...
         Aparece el encargado, un policía ya entrado en años y en kilos.
         —¿En qué puedo ayudaros, chicos?
         —Pues traíamos a un individuo para su reseña...
         En esto, el "individuo" en cuestión se adelanta y estrecha con efusividad la mano del funcionario.
         —¿Y eso? ¿Eres de prácticas o algo? No te tengo visto...
         —No, no... —le expliqué, todavía sin asimilar lo que acaba de pasar—. A quien hay que reseñar es a él.
         Aquí vienen una serie de exabruptos que tampoco veo razón en detallar y el veterano se va, murmurando, a lavarse con jabón... y porque no tenía estropajo.
         —Encima, un guarro de esos "pedofílicos". ¡Y me da la mano! ¡La mano! ¡Qué no habrá hecho con esa mano, la madre que lo parió! ¡Qué asco, por Dios...!
         Tras un incómodo —para todos menos para nuestro "invitado"— rato de espera, apareció el compañero de Científica y, al terminar, lo subimos a tomarle declaración... donde, por supuesto, también dio la nota:
         Llega su abogado, se sientan lado a lado y mi jefe empieza a explicar un poco la situación:
         —Mira, escribiste un largo artículo sobre temas sexuales que, la verdad, a nosotros ni nos va ni nos viene. El problema es que usaste varias fotografías de niños sometidos a abusos y eso no puede ser. Por eso hemos tenido que intervenir y...
         —Sí, sí... —le interrumpió, a media frase— pero, dígame... ¿le ha gustado?
         —¿Perdona?
         —Que si estaba bien escrito y eso... Ya sabe, mi prosa.
         Nunca, hasta ese día, había visto a ese inspector quedarse sin palabras. Después de unos segundos de desconcierto, atinó a contestar.
         —Esa no es la cuestión, si me gusta o no me gusta... El caso es que se ha cometido un delito.
         —Chico —intervino su abogado—, estás aquí para contestar, no para preguntar. Céntrate, céntrate...
         Yo estaba en otro ordenador, en un despacho adyacente que se comunicaba por una puerta interior y lo oía todo. Me aguantaba la risa con tanta energía que me corrían los lagrimones por las mejillas. Menos mal que no había nadie más conmigo.
         A partir de ahí, detalló con pelos y señales todo lo que quisimos preguntarle. Realmente tenía poco que ocultar. Todo había sido una mezcla entre chiquillada y provocación mal dirigida. Por eso decidimos ponerlo en libertad con cargos. Aunque muy equilibrado no estaba, lo que había hecho no tenía la suficiente entidad como para que pasase una noche en el calabozo.
         Como era de esperar, antes de irse tuvo que hacer una más: ya se dirigía hacia la escalera cuando me vio en el cuarto de al lado, tecleando la nota informativa para los jefes, por fortuna ya recuperado de las lágrimas. No se le ocurrió otra cosa que agarrarse con ambas manos al quicio de la puerta y, con el cuerpo escondido tras ésta, asomar la cabeza y decirme:
         —¡Hasta luego! ¡Gracias por todo!
         No le respondí. No es que no quisiera... es que una vez más me había descolocado.
         —¡La última, Eduardo! —dijo el jefe, que entró por el interior un par de minutos después, tras despedir al letrado—. ¡Es la última vez que me convences para alguno de tus líos raros!

         Ya, por fin, estallé en carcajadas. La ocasión lo había merecido. En mi vida me he visto en otra tan, pero tan peculiar.

domingo, 22 de junio de 2014

El estigmatizante caso de la madre que no elegía las mejores palabras

         Las madres son un tema recurrente en estas historias. Esto es porque gran parte de nuestros "clientes" aún conviven con ellas, bien por edad, bien por necesidad o bien por opción personal. Algunos de los peores tragos de este negocio los he tenido precisamente por ellas: no es fácil aceptar que su hijo es un pedófilo, incluso que ha abusado de niños. "Carne de mi carne", que se suele decir. Cuando el culpable es el marido, por otro lado, no les duelen prendas en creerlo e, incluso, acabar con la relación.
         En alguna ocasión, al acabar la entrada y registro y llevarnos detenido al chaval (veinteañero), la señora se ha venido abajo (literalmente) y ha acabado en el suelo, presa de un ataque de ansiedad, con el consiguiente susto para todos los presentes y la necesidad de solicitar el concurso de los servicios médicos.
         Es habitual que estas mujeres, en su deseo de educar y proteger a sus niños eliminen los contenidos que descarga su progenie tan pronto como lo descubren. Recuerdo un caso en que lo había hecho en al menos tres ocasiones, la última justo antes de que llegásemos nosotros. Al buena pieza, de 16 años, lo encontramos dormido en casa —a las diez de la mañana, en vez de ir al instituto— porque se había pasado la noche entera "reconstruyendo" su colección de bebés violados, tan "injustamente" eliminada por quien tan solo estaba buscando lo mejor para él.
         ¿Qué queréis que os diga? A mí se me cae el alma a los pies cuando una mujer tan humilde, que se ganaba la vida a base de limpiar escaleras muchas horas al día y que intentaba lo mejor, quitándose horas de preciado sueño, para educar y criar a su chaval, se encuentra en tales...
         Solo la entrevista con las víctimas es más dura aún.
         En otras ocasiones, las progenitoras, en su esfuerzo por quitarle fuerza al asunto, ponen a su niño en situaciones bastante comprometidas o, al menos, humillantes.
         Estábamos dos compañeros desplazados a una bella localidad en la que habíamos centrado un domicilio, parte de una investigación internacional. Era una bonita casa a la que conseguimos entrar después de interceptar a la titular cuando salía. Como es habitual, todo el tinglado le pilló de nuevas y se sintió a medias ofendida y preocupada al saber que íbamos a registrar su hogar...
         —¿Dónde está el ordenador? —le pregunté, una vez metidos en faena.
         —En... en la habitación de mi hijo.
         Mal empezábamos. Si el niño no tiene supervisión alguna, puede estar de madrugada o, literalmente, todo el tiempo que pasa en casa, traficando con imágenes de abusos de menores sin que nadie se dé cuenta. El perfecto caldo de cultivo para estos delincuentes. Claro que aquel chaval ya había cumplido los dieciocho, por lo que se le suponía una cierta madurez, un poco más de autonomía. También es cierto que ese chico estaba en el instituto con un par de cursos de retraso respecto a lo que le correspondería, por lo que quizá esa madurez no estaba acreditada. Complicada labor la de ser padres.
         No nos costó mucho empezar a encontrar lo que guardaba entre sus posesiones informáticas para desesperación de la madre que, aunque aguantaba muy bien el tipo, la procesión iba por dentro.
         —Dígale a su hijo que venga. Es necesaria su presencia.
         Con las clases a medias, el chaval se presentó en casa. Por sus gestos, ya sabía perfectamente por qué estábamos allí. Aceptó con silenciosa resignación su destino.
         Ya casi terminaba la diligencia cuando, estando todos reunidos, policías, secretario judicial, el inculpado... la señora empieza a hablar:
         —Verán... Es que mi hijo tiene el pene muy pequeño, ¿saben? ¿Puede ser por eso que le gusten los niños?
         —¡Mamá!
         —Eso ha sido así siempre —insistía—. Está muy acomplejado.
         Él estaría acomplejado, pero nosotros no sabíamos dónde meternos... Señora, así no le estaba ayudando, créame...
         Le dimos las respuestas de rigor y fuimos a la Comisaría con las pruebas y el presunto autor.

         Os juro que me costaba mirarle a la cara para hacerle las preguntas durante su declaración. La palabra "pichacorta" planeaba todo el rato por mi mente... donde quedó a buen recaudo. Cada detenido tiene derecho a serlo de la manera que menos le perjudique. Humillarle no entra ni en mis atribuciones ni me conduce a esclarecer delito alguno.

martes, 17 de junio de 2014

El peculiar registro en casa de un fumeta

"Las drogas son malas", nos meten en la cabeza desde niños, aunque algunos durante la adolescencia cambian de opinión para entrar en una senda de autodestrucción que siempre acaba muy mal.
         Algunos opinan que las drogas "blandas" son menos dañinas... Yo, personalmente, lo dudo, una vez visto lo visto. Pero claro, admito que no soy muy objetivo en ese tema: no fumo, no bebo, ni siquiera tomo cafeína... y mi vida es plena sin todo ello, posiblemente más que quien lo consume (o, por lo menos, igual).
         Aquel día nos dirigíamos a una casa situada en una hermosa localidad de la costa desde la que se habían intercambiado un montón de imágenes de pornografía infantil con un tipo situado en el norte de Europa, cuya detención había propiciado la operación.
         Llamamos a la puerta, que se entreabrió ligeramente: no estaba cerrada. Extraño...
         —¿Hola? ¿Hay alguien? —preguntamos, un poco extrañados por la situación.
         Sí, sí que lo había. Esperándonos, cuando se acabó de abrir la hoja, un perrazo gigantesco: un alaska malamute que me llegaba casi hasta la cintura. Tragué saliva. Me encantan los animales y me suelo llevar bien con ellos... pero no sé cómo puede reaccionar un bicho así al invadir su territorio. No tendría que haberme preocupado mucho: me miraba con unos ojos vidriosos y con una actitud de "pasad, que a mí me la suda todo"...
         Al instante acudió el morador (con sus rastas y todo) al que le comunicamos el motivo de la diligencia. Se le abrieron los ojos como platos: en la vida se había dedicado a tal menester. Su actitud se parecía bastante a la del chucho... y los ojos, también. El olorcillo que había agarrado a las paredes ya nos dejaba intuir por dónde iban los tiros en aquella casa...
         —La puerta no estaba cerrada porque no creo que las barreras, ¿saben, agentes? Aquí puede entrar y salir quien lo desee. También mi conexión a Internet. Cuando tengo invitados, pueden usarla sin restricciones. ¿Quién soy yo para poner contraseña a mi wi-fi?
         Así, pues, iniciamos la inspección de los ordenadores. Era una época en la que todavía los monitores "cabezones", los CRT eran los más extendidos. Pocos planos se encontraban en los hogares. Encima del suyo había un montón de figuritas, entre ellas un enorme gato de peluche tumbado.
         Después de un rato, con cinco personas metidas en la pequeña habitación, el peluche recogió la pata y abrió los ojos... igual de vidriosos que el perro o el dueño, ya puestos. Nos miró con cara de "cuánta gente, ¿no? Me importa un bledo" y, parsimoniosamente, bajó al teclado, de ahí a mis rodillas y al suelo, desde donde salió caminando con tranquilidad felina mientras todos, menos el dueño, observábamos la curiosa actitud de todas las mascotas de aquel piso.
         Efectivamente, no encontramos nada de lo que buscábamos... pero sí un par de kilos de hachís (¡qué sorpresa!) troceado y listo para su venta, junto con una balanza de precisión. Tuvimos que interrumpir la diligencia para solicitar al juzgado una ampliación de mandamiento (si buscas pornografía infantil no puedes intervenir drogas). Intentó justificar que era para autoconsumo... pero una cantidad tan elevada, troceada y la presencia de elementos para pesarla actuaban en su contra.
         Al final nos fuimos con la sensación de que allí se colocaban todos, animales domésticos incluidos y, dado lo impregnadas que estaban las paredes, hasta nosotros si hubiéramos seguido por más tiempo.
         El tema acabó con una condena por un delito contra la salud pública. El tema de los menores se archivó. Muy posiblemente lo hiciera alguno de esos desconocidos a los que invitaba. Espero que haya aprendido la lección y ya tenga su conexión cifrada.

         O no. Como tampoco le importa demasiado...

lunes, 9 de junio de 2014

El día en que una inspectora salió del armario.

         En la Policía tenemos los recursos que tenemos. Quizá no sean los mejores, pero es lo que hay y tenemos que aprender a apañarnos con ello. Los cuartos de declaraciones —y gracias a Dios por tenerlos— no tienen espejos unidireccionales, detrás de los cuales se esconden especialistas que van dictando preguntas al entrevistador a través de un disimulado dispositivo auricular. No. En lugar de eso son una mesa con un viejo ordenador y tres sillas. En nuestro caso, además, dos armarios vacíos que, además, hacen de separación entre los dos puestos disponibles.
         En aquella época, el Grupo lo formaban dos inspectores (uno de cada sexo), y dos agentes de escala básica (uno de ellos, yo). En la BIT trabajamos de manera "colegiada", nada que ver con la rígida estructura militar de otras organizaciones... y la verdad es que nos va muy bien hasta la fecha. Somos más una gran (no tan "gran") familia, bastante bien avenida, que una unidad laboral a la vieja usanza.
         La inspectora había investigado un caso muy significativo. Tras tener identificado al autor, hicimos la reunión habitual para decidir cuál habría de ser la mejor aproximación al individuo. Ella misma propuso que, al ser un caso en que se compartían fotos de niños (no niñas), su presencia (la que más sabía del caso, por otro lado) podría ser contraproducente. En algunos casos, ese tipo de personas se cierran ante entrevistas realizadas por mujeres, así que fuimos los dos de escala básica los que llevaríamos a cabo la toma de declaración... Pero claro, había un problema:
         —Tú eres la mejor para conducir la diligencia y realizar nuevas preguntas según lo que nos vaya respondiendo —le dije—. Si no estás, es posible que se nos escapen detalles importantes.
         El argumento era bastante importante, así que nos pusimos a darle vueltas de nuevo... ¿Existiría una manera de que estuviera presente y que el objetivo no reparase en ella?
         En un momento determinado, alguien tuvo la gran idea:
         —Los armarios de separación están vacíos. Todo es cuestión de quitar las baldas para legajos y poner un pequeño taburete. Te metes dentro y lo escuchas todo y, a través de whatsapp nos puedes ir mandando nuevas cuestiones que quieres que planteamos.
         Gran idea, ¿verdad? Sorprendentemente, ¡¡todos estuvimos de acuerdo!! ¿Qué podría salir mal...?
         Así, pues, antes de que empezar, con el despacho vacío, la inspectora se introdujo en el mueble (aunque no cabía taburete alguno y tuvo que quedarse de pie), con el teléfono en la mano. Llegó el abogado, que ocupó su silla, y poco después, el detenido, que se acomodó en la otra. Detrás del ordenador, los dos policías con una sonrisa formal y tratando de no mirar hacia el improvisado escondite.
         Le reiteramos sus derechos según el artículo 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y, en uso de ellos, se negó a declarar ante la Policía. Entra dentro de lo posible. A veces pasa... así que nos limitamos a ir rellenando los campos formales... y mientras tanto, la compañera dentro del armario.
         Su situación no era demasiado cómoda en esas estrecheces y, peor aún, se veía que iba a tener que escuchar la entrevista reservada entre cliente y letrado algo que, por un lado, no le apetecía nada y por otro tenía serias dudas de su legalidad... así que optó por lo más sencillo: abrió la puerta con delicadeza y entró en la sala de declaraciones. A pesar de su discreción, el abogado reparó en tan extraña aparición aunque, por su mirada, no tenía ni idea sobre cómo se había materializado. Ella mostró la mejor de sus sonrisas y saludó con cortesía antes de salir al pasillo:
         —Buenos días.
         —Bu... buenos días —le contestó el leguleyo, mientras la seguía con la vista, hasta que abandonó la estancia.
         A continuación nos miró, formulando una muda pregunta. Nosotros nos limitamos a mantener el gesto educado, como si fuera lo más normal del mundo tener una entrada a Narnia en los sótanos de la Comisaría General de Policía Judicial. Tentado estuve de decirle que posiblemente se había equivocado de planta en nuestro ascensor dimensional, pero supe morderme la lengua a tiempo, sobre todo porque parecía que no sabía de dónde había aparecido.

         El hombre salió convencido de que algo muy raro ocurría allí y nosotros tuvimos que disimular como mejor pudimos nuestras ganas de partirnos de risa allí mismo.