Esto
ocurrió una noche oscura, en una zona que pertenecía a mi distrito y que
entonces estaba aún sin urbanizar. La vegetación periurbana campaba por sus
respetos y gracias que ya no estaba allí el poblado chabolista de unos años
atrás. En mitad de toda aquella desolación había una nave industrial en la que
habían saltado las alarmas. Por la naturaleza de su trabajo, estaban dentro la
mayor parte de la noche, por lo que, si había habido un robo, era posible que
hubiera rehenes o heridos. Muchas de las alarmas en aquel tiempo eran falsas (algo
así como el noventa por ciento), aunque no dejábamos de acudir a ninguna con la
debida celeridad, porque esas cosas son así: una de cada diez es la buena... y
aquella fue.
De
noche las calles están vacías, más aún aquellos descampados, así que, si la
situación lo permite, no dejamos que vaya una sola patrulla. Otros dos nos
quedamos por los alrededores. Los comisionados se encontraron con el panorama
de varios empleados atados y amordazados y la cámara de seguridad abierta, así
que, de repente, estábamos buscando unos atracadores, quizá armados y con un buen
botín.
A
medida que los empleados iban contando sus versiones, nos las contaban por la
radio, para ayudar en la búsqueda. En un rato llegaron varias patrullas más,
hasta de distritos adyacentes, para ayudar.
Nosotros
iniciamos una batida por la maleza más próxima, por si estaban ocultos, dado
que habíamos reaccionado con bastante rapidez y tal vez no habían tenido tiempo
de escapar. Otros compañeros cubrieron los accesos a las vías rápidas de salida
de la ciudad.
Así,
pues, linterna en mano, recorríamos vericuetos apenas marcados entre arbustos y
hierbas altas. Un par de veces nos asustó un conejillo o alguna rata gorda que
escapaba de nuestra intrusión en sus dominios... Hasta que algo nos detuvo:
Fue,
como casi siempre, el veterano el que reparó en que, tras unas matas, lo que se
movía no era precisamente un roedor, a menos que los hubiera de metro ochenta y
setenta kilos de peso. Me hizo una señal y nos separamos, por si había tiros
que no pudieran darnos a ambos sin tener que girarse. Hace once años, eso de
tener chalecos de dotación era impensable. En todo caso, algún viejo armatoste
en el maletero que limitaba mucho la movilidad.
Con
la mano en la pistolera, las trabillas de seguridad sueltas, gritó:
—¿Quién
hay ahí? ¡Policía! ¡Salgan inmediatamente!
Pegué
un respingo cuando, de verdad, las caras pálidas y asustadas de dos hombres
jóvenes emergieron, subiéndose los pantalones y con los ojos como platos.
Supongo que para ellos el susto fue más grande aún. Desde luego, no eran los
criminales que andábamos buscando. ¿Qué hacían ahí?
—Pero
¿qué coño hacen ahí? —preguntó mi compañero, como si me hubiera leído el
pensamiento.
—El
acto sexual, señor agente —contestó uno de ellos.
Tal
vez no se le había ocurrido decir cualquier otra cosa, intimidado por dos
uniformados o quizá lo de mentir no se le daba bien y no quería meterse en otro
fregado más gordo.
—¿Habéis
visto alguien por aquí esta noche?
Negaron
con la cabeza.
—No
está prohibido esto, ¿no? —preguntó el otro, con un hilillo de voz.
—No,
no. Continúen, continúen...
Los
chicos se agacharon, aunque supongo que no estaban para muchas continuaciones
después del susto. Lo más probable es que estuvieran recogiendo sus cosas. Yo
estaba rojo, con los mofletes inflados de aguantarme. El veterano se dio cuenta
al poco de lo que había sucedido y dicho.
—Ni
una palabra...
—Nada,
tranquilo...
Al
acabar la batida, de nuevo en la zona iluminada por las farolas, nos recibió el
subinspector, coordinador de la zona.
—Si
no han encontrado nada, continuad con el servicio, chicos...
—Eso
—lancé, que ya no podía aguantarme más—, "continúen continúen".
Los
dos explotamos en carcajadas —aunque a mi compañero al principio le costó— y el
jefe se quedó con cara de no saber qué carajo ocurría.
Ni
os cuento el cachondeo cuando se enteró el resto del turno...
Los
atracadores, al final, fueron detenidos meses después en una operación de la
Brigada Provincial de Policía Judicial.
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