En
cierta ocasión nos encontrábamos investigando a un africano que se acostaba con
menores a las que pagaba por ello, con mayor o menor voluntad (por parte de las
crías, claro...).
Era
un tipo que, en general, no le gustaba respetar ninguna ley española,
acostumbrado como estaba a que en su país, amparado en pertenecer a la casta
dirigente, podía hacer lo que le diera la gana. Solía llevar los coches que
conducía por el carril-bus (de ese que está separado del resto mediante
tiburones o hasta el de la Castellana) y tampoco es que hiciera demasiado caso
de los semáforos. Aparcaba donde le daba la gana, a menudo causando serios
problemas de tráfico... que no le importaban tampoco demasiado. Esos son solo
algunos ejemplos porque, igual que actuaba en esto, lo hacía en muchos otros
aspectos de su vida que se convirtieron en delictivos.
En
lo que a nosotros respecta, la labor de atraparlo infraganti nos llevó mucho tiempo y esfuerzo, a menudo al viejo
estilo, menos tecnológico y más policial: vigilancias, seguimientos,
entrevistas, disfraces... El trabajo que curte a un policía y que a menudo los
ciudadanos desconocen o no entienden.
Después
de seis meses de trabajo, por fin tuvimos la ocasión: había quedado con una
cría en un hotel de cierta ciudad de España y nosotros montamos el dispositivo
para poder atraparle en el momento en que el dinero pasara de manos. Para eso
teníamos que estar dispuestos hasta en el mismo pasillo donde se encontraba la
habitación elegida y, en la puerta, la menor (que no sabía nada de nosotros)
esperando...
En
el momento en que pagó, acudimos tres agentes, dos para hacernos cargo de él y
una compañera para atender a la adolescente de la forma que le resultase menos
traumática.
Una
vez que lo tuvimos bajo custodia, el primero paso era asegurarnos de que no
llevase encima nada peligroso, ni para él ni para nosotros, así como incautar
cualquier objeto que pudiera resultar relevante para las actuaciones
(pendrives, cámaras, etc). Como el pasillo estaba vigilado por cámaras del
propio hotel, buscamos un recodo ciego —de nuevo para preservar la intimidad de
la que todo detenido goza—. Mientras yo lo controlaba, el compañero, que era
quien tenía que cachearlo, se puso los guantes anticorte (negros, de un
material similar al cuerpo). En ese momento, el africano se puso a temblar de
pies a cabeza.
—¡No!
Os lo diré todo, de verdad. ¡Que no miento!
Nos
miramos con expresión de sorpresa durante un momento. El tipo se había pensado
que, fieles a la tradición de su país, le íbamos a zurrar la badana
"porque sí", sin reparar en causas ni motivos. Pero claro, esto es
España y nosotros somos profesionales y, por tanto, respetuosos con la ley y
con aquellos que custodiamos.
Después
del susto inicial se dejó guiar como un corderito (no las tenía todas consigo
de que la paliza no viniera después) durante el registro de su vehículo y su
ingreso en los calabozos correspondientes. A partir de ahí, su actitud cambió.
Como no nos temía, empezó a mentir u ocultar hechos (poco importaba, puesto que
teníamos pruebas de cada cosa que había cometido). Eso sí, después del segundo
día ingresado, su presencia de ánimo no era la misma.
Le
esperaba una sorpresa más: quedó en liberad con cargos, a la espera de juicio y
fue a recoger el vehículo con el que había acudido al hotel. Allí tuvo la
sorpresa (qué raro) de que, como lo había dejado en una zona de carga y
descarga, la grúa se lo había llevado... Y la cachaza de presentarse en la
Comisaría y exigir que le pagásemos la multa, porque había sido "nuestra
responsabilidad".
Ni
que decir tiene que nadie le hizo caso...