Era
una mañana bastante fresca de enero en Zaragoza, con un suave viento —que es lo
mínimo que hace en esa ciudad sin que caiga la niebla cerrada—. Cerca de la
Ronda de la Hispanidad, un lugar bastante poco transitado, caminaba una maestra
jubilada, dando uno de sus habituales paseos que la llevaban hasta donde sus
pies quisieran.
Cuando
alzó la vista, vio que salía humo de lo alto de un edificio. La chimenea estaba
en llamas. Incrédula pero confiada, como siempre había sido, se vuelve hacia un
chaval de veintipocos años, español, que la seguía a muy corta distancia.
—Oye
—le preguntó, con su soltura habitual— ¿no te parece que hay un incendio allí?
El
interpelado se sobresaltó un poco antes de recomponerse, pararse junto a la
sexagenaria y mirar a donde le indicaba.
—Bueno,
parece que ya se está apagando, ¿no cree?
La
señora comprobó que, en efecto, el conato se extinguía por sí mismo. Tras unos
pocos segundos, le dedicó una sonrisa apaciguadora al joven que, sin previo
aviso, se aleja a la carrera. La jubilada se extrañó. Tan fea no era. ¿Quizá le
olía mal el aliento? Justo entonces, ya a unos diez metros, reparó en que
llevaba en la mano su móvil —el de ella, digo, que si fuera el de él poca
alarma sería—. En una reacción muy típica de ella, en vez de quedarse
bloqueada, antes siquiera de pensar lo que hacía, se lanzó a correr tras un
muchacho al que triplicaba la edad.
El
ladronzuelo, sorprendido, apretó el paso y alargó la zancada. Para su sorpresa,
no conseguía aumentar la distancia.
—¡Eh!
—le gritaba la mujer, sin aflojar la marcha — ¡Espera! ¡Que es mío! ¡Oye!
Dessperado,
decidió coger la calle Duquesa Villahermosa, que hace una cuesta más que
notable, confiando en que su juventud le daría ventaja en tal situación. Craso
error. No solo no conseguía despegarse, sino que hasta parecía que se
acercaban. Y sin dejar de oír los ruegos:
—¡Es
que lo necesito! ¡No te vayas! ¡Mi teléfono! ¡Que no es tuyo!
Asombrado
por la situación, llegó a Vía Universitas, donde ya hay mayor presencia de
ciudadanos, lo que hacía la inaudita persecución bastante más improbable de
acabar con bien para él.
—¡Chico!
¡No te vayas! ¡Oye! ¡Que de verdad, que lo necesito! ¡No me lo quites! ¡Espera!
—continuaba, incansable, la dinámica jubilada.
La
primera persona que se cruzó de frente era una estudiante de unos dieciséis
años.
—¡Páralo!
¡Que me ha robado! —le rogó la mujer.
Poco
éxito. Asustada por el feroz aspecto del chorizo, se limitó a quedarse muy
quietecita contra la pared, apretando contra su pecho la carpeta que llevaba en
las manos.
Había
más peatones hacia delante, así que el buena pieza se sintió perdido y,
vencido, arrojó el botín a un lado sin cejar nunca en su loco correr. Como
suponía, la incesante perseguidora se detuvo a recuperarlo y así pudo por fin
escapar.
Supongo
que todavía hoy se preguntará con qué especie de atleta se había topado. Pues
tan solo era mi madre, que cuando se le mete algo entre ceja y ceja nunca hay
manera de sacárselo de la cabeza. Aunque sea recuperar su teléfono.
—Es
que tenía muchas fotos dentro, hijo, y no las había pasado al ordenador —fue su
explicación, como si fuera lo más normal del mundo...